Pecado original y Gracia
(Conferencia pronunciada en Munich el 3 de mayo de 1911)
El hecho de que el karma nos haya reunido hoy aquí, cuando se había previsto que hoy comenzara el curso de Helsingfors, nos permite una pequeña reflexión en torno a algunos temas de
Lo que en primer lugar se insinúa para esta reunión improvisada, son algunos atisbos que podrán poner luz sobre nuestro movimiento espiritual si, desde cierto punto de vista, contemplamos la evolución humana en relación con la de
Quisiera llamar su atención, para empezar, sobre dos importantes conceptos que, con cierta frecuencia, pueden emerger ante el alma del hombre moderno, aunque esos hombres modernos crean haberlos dejado atrás desde hace tiempo. Me refiero a los dos conceptos que suelen circunscribirse con los términos Pecado y Gracia. Todos sabemos que estos dos conceptos destacan, por su importancia, por ejemplo, en la concepción cristiana del mundo. Ha sucedido además, que ciertos teósofos, afincados en el punto de vista del karma, consideran desfasada toda reflexión sobre conceptos tales como Pecado y Gracia, y descartan, asimismo, la reflexión sobre el ampliado concepto de Pecado y Pecado original. Semejante reflexión, sin embargo, va acompañada de consecuencias poco deseables, por cuanto nos impide conocer los aspectos más profundos, no sólo del cristianismo, sino también de todo lo demás que se agita en las diversas concepciones del mundo. De hecho, los conceptos de Pecado, Pecado original y Gracia, tienen un trasfondo mucho más profundo de lo que normalmente se sospecha; y el que actualmente pase inadvertido ese trasfondo hemos de atribuirlo a la circunstancia de que casi la totalidad de las religiones tradicionales del mundo han perdido conciencia de su propia hondura, y así, lo que proclaman apenas guarda semejanza con lo que ocultan esos conceptos. En realidad, tras los conceptos de “Pecado”, “Pecado original” y “Gracia” se oculta la evolución total del género humano.
En el campo antroposófico nos hemos acostumbrado a dividir en dos etapas la evolución humana: una descendente, desde los tiempos primitivos hasta la aparición de Cristo en
No olvidemos, sin embargo, que el descenso al mundo material fue necesario, porque en aquellos tiempos primeros, si bien los hombres se hallaban más cerca de lo divino espiritual, su conciencia era más brumosa, más somnolienta. Insisto: tenían una conciencia menos lúcida, menos clara, pero en compensación, se hallaba saturada de imágenes, sensaciones e impulsos volitivos divino-espirituales, o sea, el hombre vivía más cerca de la divinidad, a costa de su somnolencia infantil: el descenso del hombre le llevó a adquirir la facultad enjuiciadora necesaria para su vida física: la inteligencia. Así se distanció de las alturas divino-espirituales, logró mayor claridad interna y encontró un firme sostén en si mismo. Ahora, habiendo entrado el hombre en la segunda etapa, ha de iniciar el re-ascenso; pero para que, al emprenderlo, no pierda el centro interno de gravedad de su vida anímica, fruto precisamente del descenso, ha de saturar esa vida anímica del Impulso Crístico. Cuanto más plenamente lo logre tanto más valioso será ese re-ascenso al mundo divino espiritual: entrará en él, no como un ente soñador de conciencia confusa, sino como un ente poseedor de aguda conciencia y profunda virtud. A ello nos hemos referido a menudo, y desde los más diversos aspectos.
Si nos detenemos pues, en la evolución humana, recordamos, recapitulando, que la posibilidad de adquirir una inteligencia y visión luminosa del mundo físico sensible está vinculada al “Yo humano”, el miembro constitutivo más recientemente desarrollado. Antes del Yo, se había desarrollado el cuerpo astral; antes de éste, el etéreo, y todavía anteriormente el cuerpo físico en sus primeros rudimentos. Para nuestro tema de hoy, hemos de recordar, particularmente, que la evolución del Yo fue precedida por la del cuerpo astral, y haciendo una sinopsis de las varias intuiciones que han desfilado ante nosotros a lo largo de los últimos años, podemos afirmar que, con anterioridad a la evolución de su Yo, el hombre pasó por un estado en el que sólo le integraban los tres miembros mencionados: el cuerpo físico, el astral y el etéreo. No obstante, ya durante ese estado el hombre se hallaba dentro de la corriente preparatoria del desarrollo del Yo; vivía ese desarrollo como si aguardara la posterior dotación del Yo. Si tratamos el hecho en toda su plasticidad, logramos una visión de lo mucho que hubo de sucederle al hombre antes de adquirir el Yo; podríamos llamar a todo ello “hechos previos al nacimiento del Yo”. Es muy importante tenerlo en cuenta: si es cierto que el ser humano sufrió una evolución previa al nacimiento de dicho yo, no podemos responsabilizarle de las vicisitudes inherentes a esa evolución pre-yoica, como si fueran experiencias pleni-conscientes del propio yo.
Observemos a los seres que, obviamente, carecen de un yo en sentido humano: los animales, integrados solamente de un cuerpo físico, de un cuerpo etéreo y de uno astral. Esta integración nos obliga a reconocerles determinada característica, reconocimiento que no les niega ninguna persona sensata. Así, por ejemplo, por furiosamente que se abalance sobre nosotros un león, no le atribuiremos maldad, en el sentido de la maldad humana. El hombre sí puede ser malo, cometer pecados, incurrir en inmoralidad: nunca diríamos esto de un animal, calificando de inmoral alguno de sus actos. He aquí algo muy significativo: al reconocerlo, aunque no reflexionemos sobre ello, comprobamos al mismo tiempo que entre hombre y animal existe la diferencia de que éste posee tan sólo el cuerpo físico, el etéreo y el astral, en tanto que el hombre tiene, además, un Yo.
Si tenemos presente, sin embargo, que el hombre, antes de haber acogido a su yo pasó por una evolución durante la cual el más elevado de sus miembros constitutivos era el cuerpo astral, ¿hemos de suponer que, no obstante la aparente identidad estructural entre el hombre pre-yoico y el animal de hoy, durante esa etapa sucedió algo en el hombre que ha de ser valorado de forma distinta a como valoramos los actos del animal?. La respuesta es : sí. En efecto, hemos de entender claramente que, aunque el hombre, en una etapa anterior, estaba compuesto de cuerpo físico, cuerpo etéreo y cuerpo astral, no por eso era, ni remotamente, igual a los animales actuales. El hombre nunca ha sido animal, ¡¡nunca!!. Recorrió el escalón integrado por dichos tres miembros cuando todavía no existían los animales en su forma actual, y cuando en la tierra prevalecían condiciones muy distintas a las actuales.
¿Qué pasó pues, en aquel entonces, con el hombre?. Pasó algo que podemos circunscribir, quizás, como sigue: es verdad que el hombre carecía de yo, por lo que no podemos imputarle sus actos, tal como lo podemos hacer hoy en contraste con los animales. Con todo, los hechos que de él emanaron han de valorarse distintamente a como se los juzgamos actualmente, cuando ya es el hombre portador de un yo. Y es que, en este último estado de transición, cuando el hombre ya se hallaba en vísperas de recibirlo, interviene, además, la influencia luciférica. Insisto: ese hombre todavía no podía ser juzgado como lo haríamos hoy, aunque si de forma distinta a como lo hacemos a los animales. Lucifer empujaba buscando acceso al hombre, que todavía no se hallaba en condiciones de seguirle o de hacerlo con plena responsabilidad ética, si bien sí podía caer en sus redes de manera distinta a como hoy día podríamos relacionarlo con un animal. Comprendamos pues, que la tentación o seducción luciférica ocurre precisamente en la víspera de que el hombre iba a ser dotado de un Yo. Lo que la tradición bíblica llama la “Caída” del hombre, corresponde a un comportamiento que, aunque tuvo lugar con anterioridad a la evolución de su yo, proyectó su sombra en toda ella. Por lo tanto, ¿quién sucumbió al pecado? No el hombre dotado de Yo: debido a Lucifer el hombre sucumbió al pecado con una cierta parte de su ser, con la que hoy en día, por ser poseedor de un Yo, ya no podría sucumbir al pecado. Así pues, el llamado primer hombre fue pecador en su cuerpo astral: he ahí la radical diferencia entre cualquier pecado que pueda cometer hoy y la influencia pecaminosa que se le infiltró en aquel tiempo: al caer en la tentación de Lucifer, sucumbió con su cuerpo astral. Se trata, pues, de un acto de evolución pre-yoica, radicalmente distinto de todo lo que el hombre pudiera llevar a cabo después de haberse aposentado en su naturaleza los primeros rudimentos de un Yo.
Así se realizó un acto humano, previamente a la entrada del yo en la naturaleza humana, acto que, desde entonces, viene proyectando su sombra a todo el devenir futuro. Responder, como lo hizo, a la tentación de Lucifer, sólo pudo realizarlo el hombre antes de dar acogida a su yo, con lo cual quedó supeditado a la influencia de ese acto para todos los tiempos subsiguientes. ¿Por qué?. A consecuencia de ese evento, es decir, a consecuencia de que nuestro cuerpo astral se hizo culpable antes de nacer nuestro yo, se produjo la situación de que, en cada una de las siguientes encarnaciones, se hundiera el hombre más profundamente en el mundo físico. Ese acto que tuvo lugar todavía en el cuerpo astral, constituye el impulso inicial del hundimiento; a él se debe que el hombre se deslizara pendiente abajo, y quedara vulnerable a fuerzas existentes en su naturaleza que se retrotraen a su evolución pre-yoica.
Ahora bien, ¿cómo se expresaron esas fuerzas en la evolución de la humanidad?. De la siguiente manera: por nuestras anteriores reflexiones sabemos que el hombre, hasta los 7 años de edad aproximadamente, desarrolla su cuerpo físico; de los
Por el momento hagamos caso omiso del fenómeno análogo que tiene lugar en el reino animal, y circunscribámonos al hecho de que el hombre que ha desarrollado su cuerpo etérico puede producir hombres semejantes a él. Todo esto, como dije, está sujeto a que el hombre tenga su cuerpo etérico plenamente desarrollado. Quien reflexione sobre esto, y no hace falta ser clarividente para ello, ya que basta un poco de reflexión, se dirá: Si es así, el pleno desarrollo del cuerpo etéreo no puede menos que implicar asimismo la posibilidad de que el hombre produzca la plena humanidad en su totalidad, es decir, que produzca realmente lo que es igual a él. Esto implica que el hombre, en la tercera década de su vida, ya no puede seguir desarrollando nuevas posibilidades para la producción de seres semejantes; sería desacertado creer que, después de los 30 años, el hombre todavía puede agregar algo nuevo a la susodicha posibilidad. Desarrollado el cuerpo etéreo, el hombre tiene ya completas las propiedades que le capacitan para producir otros seres humanos. ¿Qué es lo que posteriormente viene a agregarse?. Lo que el hombre reciba con posterioridad ya no contribuye a aumentar o enriquecer el caudal de su capacidad reproductora, pues una vez desarrollado dicho cuerpo etérico plenamente ya no puede el hombre hacer logros adicionales . ¿Qué es, pues, lo que viene a agregarse?. La única facultad que el hombre adquiere, en edad posterior, relacionada con la facultad reproductora es la de mermar su pleno alcance; todo lo que pueda adquirirse después del pleno desarrollo del cuerpo etéreo, no puede enriquecer la potencia reproductora, sino reducirla.
Las características que se adquieren después de alcanzada la pubertad, ya no contribuyen a mejorar el género humano; sólo pueden corromperlo. Esto se debe a la influencia que acabo de explicar, influencia que se retrotrae a la culpabilidad congénita del cuerpo astral. Plenamente desarrollado el cuerpo etérico, esto es, más o menos a partir de los 14 años, el cuerpo astral continúa desarrollándose, pero ¡!no olvidemos que este cuerpo lleva implícita la influencia de Lucifer!!. Y lo que de ese cuerpo actúa sobre el cuerpo etérico no puede sino reducir sus fuerzas reproductoras. Resumiendo: a consecuencia de aquella tentación luciférica el cuerpo astral se convirtió en la permanente causa de la degeneración del género humano, del deterioro continuo del hombre.
Lo que caracteriza, pues, la evolución humana, es ese deterioro permanente a lo largo de las sucesivas encarnaciones. Y cuanto más nos remontemos a la época atlante, tanto más elevadas son las fuerzas depositadas en las dotes físicas del hombre, en comparación con los tiempos posteriores. ¿Dónde quedó incrustado el impulso generado en el cuerpo astral a causa de la tentación de Lucifer?. ¡!En la herencia!!, y es ese impulso lo que la deteriora incesantemente. Hay dos categorías de pecados: aquel en que el hombre incurre ya en posesión de su yo, puede reaccionar sobre el cuerpo astral y sólo ser compensado por el karma; y el pecado cometido por el hombre antes de tener un yo, que contribuye a la progresiva degeneración y atrofia de todo el género humano. Y este es el pecado que se convirtió en un atributo hereditario.
Sin duda, nadie puede heredar de sus antepasados nada en sentido espiritual superior; nadie se hace genial por haber tenido un padre genial, sino por haber aprendido algo genial; nadie hereda de sus antepasados ni las matemáticas, ni ninguna otra disciplina. No podemos heredar esos atributos: hemos de recibirlos a través de la educación. Pero es igualmente cierto que lo que de nuestro cuerpo astral reacciona sobre el etéreo y, desde éste reasciende al cuerpo astral, lo único que hace es contribuir a socavar las facultades del género humano. He ahí el pecado hereditario (en castellano pecado original); he ahí el verdadero significado del pecado original, inherente todavía al cuerpo astral, que fue propagándose y se trasmitió en los atributos hereditarios del hombre, que ya en aquellos tiempos tenían su raíz en la degeneración física; esto motivó el descenso (la caída) de los hombres desde las alturas espirituales a la degeneración física. Así fue cómo, por la influencia de Lucifer, recibimos, efectivamente, un impulso permanente que, en estricto sentido, hemos de designar con el nombre de “pecado hereditario” (original), pues aquello que, debido a Lucifer, se infiltró en el cuerpo astral, se hereda de generación en generación; no hay término más acertado para designar aquello que es la verdadera razón del descenso de la humanidad al mundo físico-material. Pero no concibamos ese pecado hereditario u original como concebimos cualquier otro pecado de la vida común, atribuyéndonoslo íntegramente, sino como un destino del hombre, es decir, como algo que el orden cósmico tuvo que imponernos necesariamente para conducirnos en nuestro descenso a lo material. Esto ocurrió no sólo para deteriorarnos, sino para despertar en nosotros las fuerzas que permitan el re-ascenso por nuestro propio esfuerzo. De ahí que tengamos que interpretar la “caída” de la humanidad como algo que fue entretejido en el destino humano para poder promover la liberación de la humanidad. De no haber sido expulsados del Paraíso nunca hubiéramos podido llegar a ser seres libres; hubiéramos continuando siendo títeres de un orden cósmico, supeditados a seguirle ciegamente. Ha llegado la hora de poder abrirnos paso nuevamente hacia arriba.
No existe nada en el mundo que no tenga también su polo opuesto. Así como no puede haber Polo Norte sin Polo Sur, así tampoco es posible la existencia del mencionado fenómeno de pecado del cuerpo astral sin el polo opuesto. Veámoslo. Nosotros los hombres, sin que tengamos que atribuirnos un defecto moral, tal como hoy se entiende, compartimos con toda la humanidad el destino de la infiltración luciférica. En cierto modo no tenemos la culpa, e incluso podemos sentirnos agradecidos de que se haya producido sin culpa nuestra: se nos impuso, podríamos decir, un lastre del que no somos plenamente responsables, y como contrapeso, existe un aspecto de la evolución humana, que es como el Polo Norte en relación al Polo Sur: al pecado original, que, por ser heredado, equivale a que el hombre cayera en la culpa sin ser propiamente culpable, ha de contraponerse la posibilidad de un re-ascenso, también sin su “culpa”. Así como el hombre tuvo que caer sin su culpa, asimismo ha de poder levantarse de nuevo también sin su culpa, es decir, sin mérito pleno; he ahí el necesario polo opuesto, pues de no ser así quedaríamos para siempre sumidos en el mundo físico-material. Observemos que, con la misma necesidad con la que una culpa se sitúa en el inicio de nuestra evolución sin que seamos culpables de ella, asimismo hemos de concebir, al final de nuestra evolución, el regalo de que se nos prodigue, sin mérito nuestro, dos aspectos que necesariamente se pertenecen. ¿En qué sentido?. La mejor manera de visualizarlo es la siguiente:
Observen que los actos que el hombre realiza en su vida cotidiana proceden de sus sentimientos, afectos, instintos y concupiscencias. Por ejemplo, el hombre se encoleriza y actúa movido por la cólera; ama y actúa sobre la base de ese amor ordinario. Todos ustedes estarán de acuerdo en que, en todo lo inducido por la pasión, la cólera o el amor común, siempre interviene algo que se burla de los conceptos abstractos, algo que se sustrae a la definición; sólo al psicólogo más pedante se le ocurriría pretender definir la totalidad de motivos que subyacen en el obrar humano. Sin embargo hay una palabra que abarca todo eso indefinible que el hombre lleva a cabo, palabra que aclara su condición cuando ejecuta cualquier acto impulsivo de la vida corriente; esa palabra es “personalidad”. Captada la personalidad del individuo podremos desentrañar, a veces, porqué generó tal o cual pasión, tal o cual codicia. Todo lo que nace de nuestros instintos, deseos y pasiones lleva el sello de la personalidad. Pero al actuar movidos por esos impulsos, fácilmente quedamos atados a la vida físico material; y supeditados a nuestra ira, nuestros deseos, nuestras pasiones, incluso a nuestro amor ordinario, nuestro yo no es libre.
Ahora bien, si dejamos desfilar ante nuestra mente la época actual, no tardaremos en darnos cuenta de que, hoy día, existe algo nuevo, que no estaba presente en los tiempos antiguos. Tan sólo los que ignoran la historia y todo lo juzgan en unidades de tiempo que no alcanzan más allá de su nariz, pueden sostener que en la antigua Grecia ya existían impulsos como los que hoy día encerramos en las palabras que han alcanzado notoriedad desde hace más de un siglo: libertad, igualdad, fraternidad; o en palabras que definen normas éticas, o en aquellas otras que, por ejemplo, proclaman el primer principio de
Todo ello no puede calificarse todavía de “personal”: son ideas abstractas carentes aún de la plenitud que sólo la vida personal puede conferirles. Y calificamos de egregias a aquellas individualidades en quienes su idea de libertad brota con tal pujanza primaria como si estuviera impelida por la ira, la pasión, el amor corriente. ¡!Con cuanta indiferencia suele reaccionar hoy día la gente, ante las ideas que consideramos como los más elevados ideales éticos.!! Con la misma intensidad con la que el hombre, con su yo, se halla sumergido en el océano de lo físico material cuando su personalidad se halla bajo la influencia de la pasión, del instinto o el apetito; con esa misma intensidad habrá de elevarse, no sólo con sus conceptos abstractos, sino con la plenitud de su personalidad, hacia las ideas abstractas, que, valga la redundancia, todavía continúan siéndolo. Con la misma pujanza primaria con la que, hoy día, el amor o el odio nos empuja a tal o cual acción, con esa misma pujanza han de brotar, en el futuro, los actos inspirados por los ideales de la mayor espiritualidad.
Sin duda un día el hombre ascenderá, con su personalidad, a esferas superiores; más para ello hay un requisito previo: cuando el hombre, con su yo, se sumerge en el océano de la vida físico material, tropieza con sus preferencias e idiosincrasias, con su sangre acalorada, con los instintos y apetitos de su cuerpo astral, es decir, se hunde en su personalidad. Pero ya ha llegado el momento en el que su afán ha de ir en sentido opuesto: ascender a la región de los ideales éticos, evitando caer en abstracciones. Ha de ascender a lo espiritual, y en ese ascenso ha de vibrar con ese encuentro con lo espiritual, igual de personal que lo hace cuando vibra con su yo, identificándose con su sangre acalorada y su instintividad; o sea, ha de ascender, sin sucumbir en lo abstracto.
¿Cómo lograr ese ascenso a lo espiritual con carácter personalizado?. ¿Cómo trasformar los ideales abstractos en ideales concretos y personales?. Sólo hay un medio para lograrlo: que el hombre aprenda a atraer hacia sí, al penetrar en las alturas espirituales, una personalidad tan entrañable y personal como lo es la personalidad carnal en las honduras materiales. ¿A que personalidad nos referimos? ¡!A la de Cristo!!. A semejanza de cómo algún remedo de San Pablo pudiera decir “no yo, sino mi cuerpo astral”, dice San Pablo: “no yo, sino Cristo en mí”, para significar que, en virtud de que Cristo vive en nosotros, las ideas abstractas revestirán un carácter muy personal. He ahí lo significativo del Impulso Crístico. Sin Él la humanidad llegaría a toda clase de ideas abstractas, a ideales de potencias morales y cosas por el estilo, a las llamadas ideas históricas cuya descripción está de moda entre los historiadores contemporáneos y que no viven ni mueren, porque carecen de virtualidad creadora. Al referirse a “ideas” en la historia, debiera tenerse siempre presente que se trata de conceptos muertos y abstractos, que no son, ni remotamente, apropiados para regir época histórica alguna. Sólo la vida puede imperar, nunca lo muerto. Repito: el hombre ha de desenvolverse hacia una personalidad superior a la que él ha de atraer hacia sí y acoger en la plenitud de su ser, es decir: la personalidad de Cristo.
Es así como el hombre asciende de nuevo hacia lo espiritual, no sólo discurriendo sobre ello, sino acogiendo al Espíritu en la forma viva y concreta en la que puede vivenciarse en los acontecimientos de Palestina, en el Misterio del Gólgota: así es como el hombre puede ascender de nuevo bajo la influencia del Impulso Crístico. La única manera de superar la abstracción de los ideales, plasmándolos y dotándolos de carácter personal, es impregnando toda nuestra vida del Impulso Crístico. Pero, así como, por la mencionada culpabilidad previa a la evolución de nuestro yo, hemos contraído el llamado “Pecado Original”, que no puede achacársenos íntegramente, del mismo modo tampoco puede inculpársenos, o mejor dicho, acreditársenos el que Cristo haya entrado en nuestra existencia, logrando nosotros la posibilidad de atraerle. En cambio, si integra nuestro yo, si constituye en cierto modo un mérito nuestro todo lo que hagamos por acercarnos al Cristo. Pero no es un mérito nuestro el que Cristo esté presente, el que nosotros moremos en un planeta por donde Cristo deambuló y en el que vivamos después de que eso aconteció. Por lo tanto, lo que fluye procedente del Cristo positivo y vivo, propiciando nuestra nueva entrada al mundo espiritual, es, de nuevo, un elemento pre-yoico, algo que nos atrae hacia arriba, sin mérito nuestro, como tampoco fue culpa nuestra el que cayéramos en culpabilidad. Por la presencia de Cristo en la tierra se nos depara la posibilidad de un re-ascenso, sin merecimiento nuestro, a semejanza de cómo el Pecado Original sobrevino sin nuestra culpa. Uno y otro no tienen que ver con el elemento personal dentro del cual se desenvuelve el yo, sino con lo que precede al yo, con lo que sigue después del yo. Muchas veces hemos destacado que el hombre ha evolucionado a partir de un estado en el que sólo poseía cuerpo físico, cuerpo etérico y cuerpo astral, y que su evolución posterior consistirá en trasformar su cuerpo astral para convertirlo en “Manas” (Yo Espiritual).
Así como por el Pecado Original el hombre corrompió su cuerpo astral, así lo purificará gracias al Impulso Crístico, o sea, algo se infunde en el cuerpo astral que lo mejora en la misma medida en la que otrora fue deteriorado. He ahí el equivalente, he ahí lo que, en sentido auténtico, se llama “Gracia”:
Con ello hemos llegado a comprender que el reconocer que existen el Pecado Original y
¿En que sentido?. Hemos visto que sólo en tiempos recientes la humanidad se ha inclinado a reconocer ideales, aunque fuera en forma abstracta; hemos visto que los hombres han llegado al despliegue de ideas abstractas tales como las de libertad, de igualdad o de fraternidad; hemos visto que se acerca el momento en el que esas ideas nos salgan al encuentro, no tan sólo como esquemas abstractos, sino como fuerzas vivas. Pero hemos visto también que los hombres tuvieron que atravesar una etapa transitoria en la que aprendieron a captar esos ideales abstractos, reconociendo asimismo que han de avanzar hacia la vital identificación personal con ellos, lo que significa caminar hacia la entrada del nuevo templo. Ya nos hallamos ante el portal: los hombres recibirán la enseñanza de que las potencias que actúan desde las alturas del Espíritu, no son meras abstracciones, sino realidades vivas.
Cuando alboree esta nueva visión, reiteradamente mencionada en nuestras conferencias como algo inminente para la siguiente época evolutiva, cuando se trascienda el “¡qué bueno soy!”, y ante la visión etérea se yerga la potencia viva de Cristo perceptible en cuerpo etéreo, lo que sucederá a partir de la mitad de nuestro siglo para algunos individuos, cuando los hombres empiecen a contemplar y a sentir al Cristo como Entidad Viva, entonces se harán conscientes de que aquello que durante un intervalo vislumbraron en forma de ideas abstractas, son entidades vivas, realmente vivas dentro de nuestra corriente evolutiva: ¡¡entidades vivas!!. De hecho el Cristo vivo, el que apareció en la tierra en forma física, pues en aquel tiempo sólo así podía comunicarse con los hombres para que pudieran creer en El, aún no siendo sus contemporáneos, ese Cristo vivo, está por reaparecer. Entonces ya no se necesitarán pruebas documentales de Su realidad; habrá testigos presenciales que, por propia experiencia vivenciarán que los poderes éticos del orden cósmico son Vida, no meros ideales abstractos.
Vemos pues que nuestros pensamientos, por carecer de vida, no pueden conducirnos a los verdaderos mundos espirituales. Solamente cuando estos pensamientos se nos presenten, ya no como nuestros, sino como testimonios del Cristo Vivo, en vísperas de aparecer ante los hombres, sólo entonces valoraremos correctamente esos pensamientos nuestros. Así como el hombre adquirió su personalidad sumergiéndose con su yo en las esferas inferiores, así adquirirá personalidad al ascender a las alturas espirituales. He ahí lo que desconoce el moderno materialismo: se limita a captar, con relativa facilidad, la existencia de ideales abstractos del Bien, de lo Bello y de lo Verdadero, pero no alcanza a comprender que, por encima de ellos existen potencias vivas, que por su Gracia, nos atraen. Esta comprensión ha de prepararla nuestra Ciencia Espiritual, porque se trata del renovado impulso Crístico. Cuando nuestros ideales sean para nosotros algo más que meros ideales, y así nos encaminen hacia el Cristo, entonces seremos continuadores del auténtico cristianismo, en el sentido de
He ahí a los pusilánimes que se sienten sobrecogidos de miedo al oír: ved que el Cristianismo contiene verdades aún más gloriosas que las reveladas hasta ahora. En cambio quienes tienen la visión de la potencialidad del cristianismo, saben que son verídicas las palabras de que Cristo está con nosotros todos los días, esto es, que nos revela continuamente verdades nuevas, y que es correcto remontarse hasta la fuente de Cristo. El propio cristianismo alcanzará mayor categoría vital si nosotros tenemos fe en que es capaz de generar en su seno creaciones cada vez más nuevas y de mayor vitalidad. A quienes no se cansan de declarar: “esto no lo dice
Los verdaderos cristianos del futuro serán aquellos que quieran oír lo que los contemporáneos de Cristo todavía no podían soportar. Los verdaderos cristianos serán los que tengan la voluntad de que
Rudolf Steiner
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