El Mundo de los Sentidos y el Mundo del Espíritu
GA 134 Quinta conferencia.Hannover, 31 de diciembre de 1911.
Entre las complejas cuestiones que hemos tratado, el punto principal de la conferencia de ayer consistió en hacernos una imagen de lo que es la materia, la sustancia, y que en ella habíamos de ver formas espirituales resquebrajadas, pulverizadas. Desde este punto de vista tuvimos que señalar hacia el aspecto esencial de la existencia material porque, como seres humanos, estamos insertos en ella, porque la forma espiritual pulverizada ha penetrado en nosotros como hombres terrestres, llenándonos completamente. Vimos también que en eso consiste justamente la expulsión del Paraíso: la impregnación del hombre con la materia terrestre. Si siguen lo dicho ayer, no sólo conceptualmente, sino conviviendo un poco con ello, habrán descubierto que el hombre es una especie de ser doble. Recuerden que anteayer dijimos que, por la influencia luciférica, el hombre ha introducido en su ser lo que llamamos percepciones sensoriales que tenemos como hombres terrestres, y vimos también que el ser humano no estaba destinado a tener esas sensaciones, sino a experimentar la convivencia con la voluntad activa, mientras que lo que hoy percibimos con nuestros ojos, oídos y el resto de órganos sensoriales es una situación que se produjo en virtud de la influencia luciférica. Por otra parte, indicamos que aún más adentro, lo que se nos manifiesta como secreciones glandulares se hizo posible por el desplazamiento irregular de los miembros constitutivos del organismo humano. Finalmente contemplamos que toda la actividad normal de la nutrición y de la asimilación de las sustancias en el cuerpo humano debía su origen a una especie de hiperactividad del cuerpo astral sobre la del cuerpo etéreo, provocada por el influjo de Lucifer. Eso es algo que vimos anteayer. Por consiguiente, los grandes procesos materiales de nutrición, digestión, etc., los procesos de secreción glandular y los de la percepción sensoria son como son hoy en día a causa de la intervención luciférica. Ayer descubrimos desde otro ángulo que lo que llamamos materia, sustancia nerviosa, muscular y ósea se la debemos también al influjo de Lucifer.
Observemos a ese doble ser humano diciéndonos primero:
Por un lado el resultado de nuestras investigaciones nos ha llevado a descubrir
que la percepción sensorial, la actividad glandular y todo el proceso
metabólico se debe a la influencia luciférica; y por el otro ella es también la
causa de la existencia del sistema nervioso, muscular y óseo. ¿Cómo se
relacionan entre sí estos dos seres humanos, es decir, el hombre de sentidos,
glándulas y sistema digestivo, con el hombre de nervios, músculos y huesos?
¿Qué misión cósmica, universal, tienen ambos en la duplicidad de su naturaleza
humana?
Si reflexionan
sobre el asunto sin profundizar más con la visión espiritual, posiblemente
lleguen a imaginarse que todo lo que se relaciona con nuestros sistemas
sensorial, glandular y digestivo -mirándolo superficialmente – en el fondo es
algo que, al haber sucedido en el hombre, forma parte del pasado inmediato,
algo que el hombre deja detrás de sí por su propia naturaleza. Imaginémonos que
el hecho de efectuar esas actividades orgánicas no tuviera ningún propósito
eterno. Si miramos un poco a nuestro alrededor lo que enseñan la ciencia o la
vida cotidiana, veremos que, en lo que respecta al aparato digestivo y de
nutrición, nos hallamos terriblemente insertos en esta vida. Porque es como una
rueda que gira siempre en la misma dirección. Si no consideramos un especial
progreso en la naturaleza humana el hecho de que el hombre a lo largo de los
años desarrolle una especial sensibilidad gastronómica para ciertas comidas y
bebidas, nos parecerá que la persona ha avanzado poquísimo en su evolución con
ese incesante molino de ingestión y digestión, y a nadie se le ocurrirá pensar
que el hecho de tener que hacer eso, siempre de la misma manera, posee un
especial valor eterno. La secreción glandular también cumplió su tarea al
hacerse presente. Naturalmente que posee significado para la vida global del
organismo, pero carece de valor para lo eterno. Tampoco sucedería lo mismo con
la percepción sensorial (como tal), porque la impresión sensoria viene y
desaparece. Y cuando pensamos cuan pálido es lo que hemos percibido con
nuestros sentidos pocos días después, cuan distinto es el recuerdo de la
percepción sensoria misma, tendremos que decirnos: Las percepciones sensoriales
son algo hermoso, algo que da alegría a la vida humana en la experiencia y la
observación inmediatas, pero carecen de valor para la eternidad. Pues ¿dónde
están los valores que han generado en nosotros las impresiones sensoriales que
tal vez tuvimos cuando éramos niños o jóvenes? ¿Adonde ha ido a parar lo que
penetró entonces en nuestros ojos o en nuestros oídos? ¡Qué pálidos son los
recuerdos!
Si tenemos en
cuenta que el hombre, en tanto que entidad sensorial, glandular y digestiva,
carece de valor de eternidad por esas tres actividades, podremos fácilmente
vincular esa idea con la que ayer describimos, la de la forma que se pulveriza.
Al derramarse la forma resquebrajada en esa actividad y llenar el organismo de
materia de tal modo que surjan las actividades sensorial, glandular y
digestiva, vemos palpablemente que estamos ante forma despedazada, ante una
forma que se desintegra, si bien en cada una de las tres actividades presenta
procesos distintos de fragmentación.
La cosa es
distinta cuando nos aproximamos a la actividad de los nervios, músculos y
huesos. Ayer pudimos hablar de que en el sistema óseo nos hallamos con
Imaginación materializada, en el sistema muscular temamos Inspiración de la
movilidad hecha materia y en el sistema nervioso veíamos Intuición convertida
en materia. Sucede entonces -y aquí podremos precisar un poco más en un asunto
al que sólo podemos acercarnos de paso en conferencias antroposóficas de tipo
general- que cuando el hombre atraviesa el portal de la muerte, su sistema óseo
se disgrega ya sea por descomposición o por combustión. Pero lo que permanece
cuando se desintegran los huesos es la Imaginación, ésta no se pierde. Se mantiene en
aquellas sustancias que también poseemos al traspasar el portal de la muerte y
penetrar en los mundos anímico y espiritual. Retenemos por tanto una figura
imaginativa que, al contemplada el clarividente bien formado, no se parece
precisamente al sistema óseo; aunque el clarividente con menos preparación
percibirá una imagen parecida a un esqueleto, por lo que no es del todo
injustificado representarse a la muerte con dicha imagen. Pero ello se debe a
una clarividencia poco desarrollada, aunque no desacertada del todo. Junto a
esa Imaginación suprasensible se entremezcla lo que queda de los músculos
cuando la sustancia de éstos se descompone, es decir, la Inspiración; pues no
olvidemos que éstos no son más que Inspiraciones impregnadas de materia. Pero la Inspiración permanece
después de la muerte. Es algo que no deja de ser sumamente interesante. Lo
mismo sucede con la Intuición
del sistema nervioso cuando los nervios han pasado por el proceso de
descomposición después de la muerte. Son verdaderos elementos constitutivos de
nuestros cuerpos etéreo y astral.
Sabemos que,
tras la muerte, no abandonamos del todo nuestro cuerpo etéreo y que nos
llevamos con nosotros un extracto de él; pero eso no es todo. Dondequiera que
vaya por el mundo, el hombre lleva consigo su sistema nervioso, que no es otra
cosa que Intuición impregnada de materialidad, de modo que en las zonas de su
organismo donde haya nervios se halla la Intuición. Ésta emana una espiritualidad que
envuelve siempre al hombre como una especie de aura radiante. Ahora bien, no
sólo irradiamos esa Intuición una vez traspasado el umbral de la muerte, sino
que (mientras vivimos en la
Tierra), en la medida en que los nervios se descomponen,
estamos irradiando Intuición. En todos nosotros existe siempre una especie de
proceso de decadencia que de algún modo nos obliga siempre a regenerarnos una y
otra vez. Aunque los nervios tengan mayor duración que otros sistemas, en ellos
se produce siempre una irradiación perceptible con la Intuición. Podemos
decir, pues, que el hombre está irradiando sin cesar una sustancia espiritual
perceptible intuitivamente en la medida en que su sistema nervioso físico se va
deshaciendo. Ello implica que cuando*el hombre usa su sistema nervioso, lo
desgasta y lo lleva a un proceso de desintegración; está haciendo algo que
tiene una enorme importancia para el mundo. Porque el motivo por el que haga uso
de sus nervios determinará cuáles son las sustancias que emanarán de él,
perceptibles únicamente por la Intuición. Por otra parte, al usar los músculos,
el hombre emite sustancias capta-bles por la Inspiración. Esa
irradiación se derrama por el mundo y lo puebla de singulares procesos motores
sutilmente diferenciados. Se esparcen, pues, sustancias inspiradas, siento que
las palabras no se adecúen del todo, pero no poseemos otras para describir lo
que ahí sucede. Finalmente, de los huesos del hombre irradia lo que podemos
llamar sustancia perceptible con la Imaginación.
Todo esto
reviste un enorme interés. Y sin ánimo de hartarles con excesivos frutos de la
investigación clarividente, sino porque ahí hay algo realmente interesante,
debo decirles que con esa irradiación emanada de los huesos cuando éstos se
descomponen, el hombre, allí donde vaya, va desprendiendo imágenes que son
perceptibles con el Conocimiento Imaginativo. En los sitios donde hemos estado
dejamos detrás de nosotros sutiles sombras de nuestra presencia. Y cuando Vds.
salgan luego de esta sala, en los bancos que ocupaban, la clarividencia bien
adiestrada seguirá viendo durante un tiempo delicadas imágenes de cada uno de
Vds., emanadas de su sistema óseo, hasta que sean absorbidas en el proceso
universal general. Esas Imaginaciones son la causa de la sensación desagradable
que sienten cuando entran en una habitación en donde ha habido alguien
aborrecible. Ello se debe a las Imaginaciones que ha dejado tras de sí y es
como si de alguna manera uno se encontrara con él en el rastro que ha dejado.
En este aspecto, la persona sensitiva que capte esas cosas no está demasiado
lejos del clarividente que puede constatarlas. El uno capta como Imaginación lo
que el otro se limita a presentir.
¿Qué sucede con
todo lo que de este modo irradiamos? Mis queridos amigos, en resumidas cuentas,
todo eso que irradia de nosotros es la influencia que ejercemos en el mundo.
Porque hagamos lo que hagamos, al movernos o andar de un sitio a otro, estamos
poniendo en movimiento nuestros músculos y huesos. Pero incluso cuando estamos
echados y nos limitamos a pensar, estamos esparciendo sustancia perceptible por
la Intuición. Lo
que ponemos en actividad lo estamos irradiando en el mundo, se va esparciendo
por él. Y si estos procesos no tuvieran lugar, cuando la Tierra hubiera llegado a la
meta de su evolución, lo único que quedaría de ella sería materia pulverizada
que se esparciría como polvo en el espacio. Pero lo que el hombre rescata de
los procesos materiales de la
Tierra vive en el cosmos general como algo que podrá volver a
generarse a partir de la
Intuición, Inspiración e Imaginación. De ese modo, el hombre
le da al mundo las piedras de construcción sobre las cuales el mundo podrá
volver a edificarse. Eso será lo que sobreviva como elemento anímico-espiritual
de la Tierra
entera cuando ésta, en su aspecto material, se descomponga como un cadáver,
igual como sobrevive espiritualmente el alma humana individual cuando el hombre
ha atravesado el portal de la muerte. El hombre lleva consigo su alma
individual cuando franquea el umbral al morir; la Tierra llevará consigo
aquello en lo que se han convertido las Intuiciones, Inspiraciones e
Imaginaciones de los hombres transfiriéndolo a la existencia de nuevo Júpiter.
Con ello hemos descrito la gran diferencia que existe entre los dos hombres que
el ser humano posee en su doble naturaleza interior: el hombre de percepciones
sensoriales, de secreciones glandulares y de procesos digestivos y
asimilatorios, es decir, el hombre destinado a hundirse en la temporalidad. Y
por el otro lado, tenemos el hombre que, con sus sistemas nervioso, muscular y
óseo, elabora los elementos que irradian y se incorporan a la Tierra para que ésta pueda
subsistir.
Ahora nos
aproximamos a un asunto que se ha convertido en un misterio en nuestra
existencia entera, y aunque por su naturaleza de misterio sea inaccesible al
intelecto y el alma sólo pueda alcanzarlo creyendo y profundizando en él, no
por ello deja de ser una verdad. Lo que el hombre puede irradiar en su entorno
se divide en dos partes: en una parte de Inspiración, Intuición e Imaginación,
de la que depende la existencia cósmica general y que ésta acoge y absorbe;
pero hay algo que no absorbe, que no acoge, algo que rechaza. Es como si el
cosmos general dijera: «Estas Intuiciones, Inspiraciones e Imaginaciones
puedo utilizarlas, las aspiro para poderlas transferir a la existencia de
Júpiter». Pero hay otras que las rechaza, no las acoge. La consecuencia de
ello es que esas Intuiciones, Inspiraciones e Imaginaciones, por el hecho de no
ser nunca absorbidas por el cosmos, permanecen ahí. Permanecen espiritualmente
presentes en el cosmos sin poder ser disueltas. Por tanto, lo que irradiamos se
divide en dos partes: en algo que es acogido con agrado por el cosmos, y en
algo que es rehusado, algo que al cosmos no le agrada y que lo deja ahí fuera
permaneciendo tal como está.
¿Y cuánto
tiempo dura? Dura hasta que el hombre llega y él mismo las destruye con
irradiaciones que tienen la capacidad de aniquilar todo eso. Y, generalmente,
el único hombre que tiene la facultad de destruir esas irradiaciones repudiadas
por el cosmos es el mismo que las emanó en su día. Ahí nos hallamos ante la
técnica del Karma, ante la razón por la que en el curso de nuestro karma hemos
de volvernos a encontrar con todas las Imaginaciones, Inspiraciones e
Intuiciones que han sido rechazadas por el cosmos. Hemos de destruirlas
nosotros mismos, porque el cosmos únicamente acoge lo que es mentalmente
verdadero, afectivamente bello y éticamente bueno. Todo el resto lo rechaza.
Ése es el misterio. Y para que deje de existir lo que es erróneo en el pensar,
feo en el sentir y malo en lo ético, el hombre mismo ha de borrarlo de la
existencia mediante los respectivos pensamientos, sentimientos e impulsos
volitivos o actos. Ello le seguirá siempre hasta que él mismo lo haya hecho
desaparecer. Ahí tenemos el punto donde se nos muestra que no es cierto que el
cosmos consta de leyes naturales neutrales o que se manifiesta mediante
neutrales leyes de la naturaleza. El cosmos que nos rodea y que creemos captar
con los sentidos y entender con el intelecto, posee en sí mismo energías muy
distintas, porque, si se nos permite decirlo, es un riguroso censor que rechaza
lo malo, lo feo y lo falso, deseoso de integrar en sí mismo lo bueno, lo bello
y lo verdadero. Los poderes del cosmos no se limitan a ejercer su veredicto
sólo en determinadas fechas, sino que su enjuiciamiento es algo que transcurre
a lo largo toda la de evolución terrenal.
Ahora podemos
responder la pregunta: ¿En que situación se halla la evolución humana con
respecto a las entidades espirituales superiores?
Por un lado,
vimos que el primer hombre que llevamos en nosotros, el sensorial, glandular y
digestivo, surgió a causa de la influencia luciférica. En cierto sentido,
también podemos atribuir la génesis del otro hombre al influjo de Lucifer. Pero
mientras el primero es el que está destinado a perecer en el tiempo, al otro le
es dado rescatar lo humano para la eternidad, para la perdurabilidad y
trasladarlo a la existencia posterior. Al hombre de nervios, músculos y huesos
le corresponde transferir más allá lo que el ser humano vivencia en la Tierra. Por lo que
podemos colegir que, en el fondo, el ser humano se ha precipitado desde sus
alturas espirituales al convertirse en hombre sensorial, glandular y digestivo,
y que poco a poco va esforzándose en ascender hacia la existencia espiritual al
adquirir como contrapartida al segundo hombre, el de nervios, músculos y huesos.
Ahora bien, lo curioso es que el desprendimiento de esas sustancias intuitivas,
inspirativas e imaginativas solamente puede ocurrir si los procesos materiales
son procesos de destrucción. Si nuestros nervios, músculos y huesos no
estuvieran en un constante proceso de decadencia y permanecieran siempre
iguales, no podrían producirse esas irradiaciones, porque sólo la
desintegración que se expresa en la existencia de lo material permite que surja
la combustión y el resplandor de lo espiritual. Si nuestros nervios, músculos y
huesos no pudieran deshacerse y llegar finalmente a su total descomposición
después de la muerte, estaríamos condenados a ser entidades ligadas meramente a
esta existencia en la Tierra,
seríamos como una especie de presente rígido y petrificado, y no podríamos
participar en la posterior evolución hacia el futuro. De hecho, las fuerzas que
actúan en los dos sistemas se equilibran mutuamente.
Entre ambos se
sitúa, ejerciendo de intermediario, la materialidad de la que a menudo hemos hablado
de una forma general en la ciencia espiritual, pero sin que mencionáramos su
relación con lo antedicho: la sangre, que en este aspecto es «un fluido
muy especial». Porque todo lo que hemos conocido como sustancia nerviosa,
etc., ha llegado a ser lo que es por la influencia luciférica. Pero en la
sangre tenemos algo que, como sustancia misma, ha sufrido la influencia directa
de Lucifer. Pues ya vimos que la manera en que interactúan los cuerpos físico,
etéreo y astral hubiera sido distinta sin esa intervención luciférica. En ellos
tenemos, sin embargo, una especie de elementos suprasensibles que acogen la
materia, y que actúan sobre ella a causa del influjo luciférico. Y por el hecho
de que ciertos cuerpos suprasensibles no se relacionen mutuamente de una manera
regular, surgen las sustancias nerviosa, muscular y ósea. Lucifer no ejerce
ninguna influencia sobre las sustancias como tales, porque éstas se generan
sólo cuando él ha logrado desplazar los cuerpos de su disposición original. Es
decir, que su influencia consistió en provocar ese desplazamiento. Sin embargo,
Lucifer tiene influencia directa sobre la sangre como sustancia, como materia.
Y es que la sangre, como fluido muy particular, es el único punto donde en la
materia, en la sustancia misma, se evidencia que en el hombre terrestre actual
las cosas no están sucediendo como tendrían que haber sido sin la intervención
de Lucifer. La sangre es algo muy distinto de lo que tendría que ser. Y aunque
parezca grotesco, esa es la realidad. Recuerden lo que se dijo sobre cómo surge
en definitiva la sustancia, lo material. Dijimos que la materia surge porque la
forma espiritual llega hasta un cierto límite y entonces se rompe en mil
pedazos, de tal modo que esa forma pulverizada se muestra como materia. Esa es
la materia terrestre propiamente dicha. Y se expresa directamente de ese modo
en lo mineral, porque las otras sustancias (vegetales y animales) se van
modificando por el hecho de ser acogidas en medios distintos. Entre ellas nos
encontramos con la sustancia de la sangre.
En su origen,
esa sustancia sanguínea estaba destinada a llegar también hasta una determinada
frontera de su forma. Imaginen que ahí (a) nos encontramos con los rayos de
forma puramente espiritual de la sangre y que aquí (b) su energía se ha
agotado. En ese momento, de acuerdo con su disposición original, no tendría que
estallar y pulverizarse, derramándose en el espacio, sino que en este punto
(b), en esa frontera, sufriría una ligera materialización, y volvería a
chispear hacia atrás sobre sí misma, volviendo a lo espiritual (puntos hacia
arriba). Así tendría que haber sido la sangre. Para decirlo de una manera un
tanto burda, la sangre tendría que llegar a generar una suave membrana, un
inicio de materia, saliéndose por un momento de lo espiritual, para volver
inmediatamente hacia su estado de origen y ser acogida de nuevo por el
espíritu. La sangre tendría que haber sido un incesante flujo y reflujo desde
lo espiritual y hacia lo espiritual. Esa es la disposición básica de la sangre.
Es decir, convertirse en un constante refulgir y resplandecer en lo material
siendo a la vez algo plenamente espiritual. Eso es lo que habría sucedido si,
en los principios de la evolución terrestre, los hombres simplemente hubieran
recibido su «yo» de los Espíritus de la Forma. Entonces
sentirían su «yo» gracias a la resistencia que ejerce ese momentáneo
resplandor que tiene lugar en la sangre. En ese fulgor de la sangre, los
hombres sentirían su «yo soy»; eso constituiría el órgano de la
percepción de su yo. Por otra parte, esa sería la única percepción sensorial
que el hombre tendría, las otras no existirían sin la intervención de Lucifer.
El hombre conviviría con la voluntad operante, pues estaba destinado a tener
una única percepción sensorial: la percepción de su yo en el centelleo de la
sustancia sanguínea y en el retorno de ésta a lo espiritual. En lugar de ver
colores, oír sonidos, percibir sabores, etc., el hombre tendría que sentirse
viviendo en la voluntad operante, como si nadara en ella. El ser humano estaba
pensado para que, desde el cosmos espiritual en el que se hallaba inserto como
mera Imaginación, Inspiración e Intuición, mirara hacia abajo, hacia un ser
situado en la Tierra
o en su entorno del que no diría: «Estoy dentro de él», sino
«miro allá abajo, eso me pertenece, y veo ahí cómo centellea un único
elemento material, la sangre espiritual que se materializa, y en ese proceso
percibo mi yo».
La única
percepción sensorial que tendría que haberse producido habría sido en realidad
la percepción del yo, y la única sustancia material prevista para el hombre
hubiera sido la sangre en ese fugaz resplandor. De tal modo que si el hombre
hubiera continuado siendo tal como era en el estado del Paraíso, miraría desde
el cosmos hacia lo que en la Tierra
estaba destinado a simbolizarlo y a darle la conciencia de su yo. Sería un ser
puramente espiritual, constituido de Imaginación, Inspiración e Intuición, en
el que saldría a luz el yo con la sangre que resplandece. Y en ese centelleo,
el hombre podría decirse: «Yo soy el que provoco eso que se halla ahí
abajo».
Por extraño que
parezca, el hecho es que podemos decir: «En realidad, el hombre estaba
destinado a vivir en la periferia de la Tierra». Si aquí en el punto (a) viviera un
hombre en la periferia, generaría su imagen refleja (b) desde la Tierra, y ese resplandor le
reflejaría su yo, permitiéndole decir: «Ahí abajo está el símbolo que me
representa». Entonces el hombre no llevaría consigo sus sistemas nervioso,
muscular y óseo ni llegaría a afirmar grotescamente: «Eso soy yo». El
hombre tendría que haber vivido en la periferia del planeta Tierra y haber
grabado su símbolo en ésta mediante la centelleante forma sanguínea, y tendría
que haberse dicho: «Ahí clavo mi señal indicadora y mi sello para que me
proporcione la conciencia de mi yo. Porque yo floto aquí fuera en el universo
con todo lo que he llegado a ser gracias a la existencia saturnal, solar y
lunar. Solamente me hace falta añadir el yo. Y percibo a ese yo al inscribirlo
ahí abajo y poder leer qué es lo que soy yo en la sangre que fulgura». Por
consiguiente, originalmente no estábamos destinados a merodear por este mundo
con estos cuerpos hechos de huesos, músculos y nervios, sino para circular
alrededor de la Tierra,
hacer en ella nuestra inscripciones y reconocer en ellas que nosotros somos
eso, que nosotros somos un yo. Quien no tiene esto en cuenta desconoce el ser
del hombre.
Pero entonces
intervino Lucifer e hizo que el hombre no sólo tuviera la percepción sensorial
de su yo, sino que también sintiera, como yo, todo lo que había tenido como
cuerpo astral en la antigua Luna, es decir, pensar, sentir y querer. Eso hizo
que el yo se viera entremezclado con todo ello y provocó en el hombre la
necesidad de precipitarse en la materia. La expulsión del Paraíso es la caída
en la materia. Esa alteración empezó por producirse en la sangre humana, lo que
provocó que la sangre no sólo brillara por un instante para ser de nuevo
reabsorbida por el espíritu, sino que la sustancia sanguínea acabara abriéndose
paso y se atomizara, o recibiera la disposición para esa dispersión. Ello hizo
que la sustancia de la sangre, que debería volver a su estado espiritual, en el
momento de materializarse, se desparramara en el interior del hombre y llenara
el resto de su organismo, modificándose según las fuerzas que hay en él. Si
penetra en una zona donde prevalece el cuerpo físico sobre el etéreo, o del
etéreo sobre el astral, etc., se convierte en sustancia nerviosa, o muscular,
etc. Así pues, Lucifer empujó a la sangre a adoptar su materialidad más densa.
Y si la sangre en realidad estaba destinada a centellear por un instante y a
desaparecer como materia en el momento siguiente, Lucifer la arrastró hacia la
densa materialidad. Ese fue el acto directo que Lucifer efectuó en la
sustancia, fabricar la sangre como materia, mientras que en los otros ámbitos
se limitó a introducir el desorden. La sangre, tal como la conocemos, no
existiría; en su lugar se hallaría su aspecto espiritual que llega justo hasta
la frontera de la materialidad, hasta su status nascendi, para volver de nuevo
a su estado original. En su aspecto material, la sangre es obra de Lucifer, y
como el hombre tiene en ella la expresión física de su yo aquí en esta Tierra,
se halla con su yo vinculado a la creación de Lucifer. Y si por otra parte
Ahriman se acercó al hombre gracias a la presencia de Lucifer, podemos decir:
«La sangre es lo que Lucifer precipitó hacia abajo para que Ahriman
pudiera capturarla, a fin de que ahora ambos puedan acceder al hombre».
¿Habría de extrañarnos que la antigua sensibilidad considerara la sangre como
la propiedad terrestre de Lucifer-Ahriman? ¿Acaso nos sorprende que sea con la
sangre que haga firmar sus contratos y que le dé un gran valor al hecho de que
Fausto selle su pacto firmándolo con su sangre? Porque eso es justo lo que
puede atribuírsele. Todo lo demás, en ciertos aspectos, contiene algo divino, y
en ello (el diablo) se halla incómodo, incluso la tinta es para Lucifer más
divina que la sangre, porque esta última es su propio elemento.
Vemos, pues,
cómo el ser humano posee en su interior esos dos entes: el hombre sensorial,
glandular, y digestivo, y el hombre nervioso, muscular y óseo; y cómo la sangre
resultante de la intervención de Lucifer los mantiene a ambos en su
materialidad densa, en la materialidad que ha «rellenado el molde» de
las fuerzas originales. Porque con la misma ciencia exterior podemos ver
fácilmente que el hombre, como ente material, es producto de su sangre. Toda la
materia que hay en él es alimentada por la sangre, en realidad es sangre
transformada. Desde su aspecto material, huesos, nervios, músculos, glándulas,
todo, no es más que sangre transformada. En realidad el hombre es sangre, y en
esa misma medida él mismo es Lucifer-Ahriman que deambula, los lleva consigo
por todas partes. Sólo en la medida en que el hombre, detrás de lo material,
posee algo que ha derramado la materia desde la sangre, sólo en esa medida
pertenece a los mundos divinos, a la evolución progresiva que no expresa algo
rezagado. Lucifer y Ahriman vinieron al mundo por permanecer rezagados en
determinadas etapas anteriores de la evolución.
Si tenemos en
cuenta lo antedicho tendremos que decirnos: Desde los inicios de la evolución
terrestre, los hombres poseían algo común en la sangre, es decir, que si la
sangre hubiera permanecido tal como estaba destinada a ser, sería un puro
efluvio de los Espíritus de la
Forma. De modo que en la sangre original vivirían los
Espíritus de la Forma,
que, como ya saben muchos de Vds., no son más que los siete Elohim de la Biblia. Si hojean el
ciclo que di en Munich sobre el Génesis verán que, si la sangre hubiera sido lo
que tendría que haber sido en origen, el hombre sentiría en su interior a los
siete Elohim. Es decir, sentiría su yo de una manera séptuple, siendo el
miembro principal el que correspondería a Jehová o Jahveh, mientras los otros
seis serían miembros subordinados. Esa naturaleza séptuple que el ser humano
sentiría como «yo» sería algo así como las proyecciones de los siete
Elohim o Espíritus de la
Forma. Y si la sangre del hombre no hubiera sido corrompida
por Lucifer, el ser humano tendría conocimiento de esa naturaleza séptuple de
su yo, mientras que hoy nos cuesta un enorme esfuerzo llegar a él. Por la
corrupción de su sangre, la humanidad ha tenido que esperar mucho para conocer
que en ella están presentes esos siete aspectos, y otro tanto tendrá que
esperar hasta haber emitido las suficientes irradiaciones de sustancia
intuitiva, inspirativa e imaginativa de los nervios, músculos y huesos hasta
haber madurado para volver a hacer suya esa naturaleza séptuple. Hoy en día ya
estamos activos, aunque primero de un modo muy abstracto, en el proceso de
enumerar los elementos de la naturaleza humana que influyen en el yo: el cuerpo
físico, el etéreo y el astral, el yo mismo – Jahveh o Jehová -, Manas o el Yo
Espiritual, Budhi o el Espíritu de Vida, y Atma o el Hombre-Espíritu. Pero el
hombre no habría podido oscurecer los otros seis miembros iluminando
especialmente al yo si a lo largo de la evolución no se le hubiera dado a
Lucifer autoridad para ello. El hecho de que a principios de la evolución
terrestre se oscurecieran los otros seis miembros y el yo recibiera luz
especial, convirtiéndose en un yo más luminoso, fue materialmente posible
impeliendo a ese yo a penetrar en la materia densa, para que pudiera despertar
a su conciencia de individualidad, de singularidad, cuando tendría que haber
sentido desde el principio que él mismo era una septuplicidad.
Vemos pues, por
un lado, que si su sangre hubiera permanecido tal como era, el hombre habría
llegado a un yo que de antemano hubiera poseído un carácter séptuple. Al serle
adscrito Lucifer, el hombre alcanzó el carácter individual del yo, la
sensación, el sentimiento y el conocimiento de su yo como centro de su ser. Por
eso podemos comprender que, en el fondo – porque los mismos siete Elohim
tendrían que haberse revelado en un principio en todos los yoes humanos -, en
aquello a lo que estaba predispuesta la sangre en sus inicios, tenemos algo que
reúne a los hombres, algo que los socializa, algo que les habría llevado a
sentirse un género humano común. En lo que Lucifer le dio a los hombres se
halla el hecho de que el ser humano se siente como yo aislado, como
individualidad particular emancipándose en su independencia del género humano
común. Por eso vemos que el proceso cósmico transcurre en la Tierra permitiendo que
Lucifer le diera al hombre la disposición a hacerse cada vez más independiente,
mientras que los siete Elohim lo dotan para sentirse cada vez más como miembro
de la humanidad en su conjunto. Mañana hablaremos de cómo se expresa eso en la
ética y en la vida global de la humanidad a lo largo de su evolución.
Rudolf Steiner
Saludo(s), creer entender con el intelecto herramienta biológica , recordar quizás desde la otra naturaleza no local, cual «avatar», es y no es simultanea-mente posible? . Agradeceré a mi correo las lecturas para, la practica o ejercicio de aquello que esta, pero no esta, y la manera de unirlo a voluntad.