El Poder religioso eclesial y el Gran Inquisidor
Cuando, a la muerte del anterior pontífice católico, el ya santo Juan Pablo II, los 115 cardenales que llegaron de todos los rincones de la tierra decidieron nombrar como Pontifice reinante al Prefecto para la Congregación para la
doctrina de la fe, no cabe duda, dicen esos mismos guardianes de la fé, que
obedecían a una percepción clara entre sus seguidores y fieles: que cada día
crece el número de personas que claman por una línea de enseñanza más firme y
rotunda, incuestionable e infalible, ante el creciente número en sus filas de
seguidores de la doctrina relativista, tolerante e hiperpermisiva tan
predominante en todas las áreas sociales y culturales del mundo actual, y a la
vista de su reflejo en la crisis de vocaciones para el sacerdocio y el vacío en
los seminarios. Esto es exactamente lo que predicó el Cardenal Ratzinger en el
sermón que precedieron el cónclave y esto es lo que la mayoría de sus colegas
cardenales entendía que había dejado el legado del Papa anterior: el pueblo
católico está cansado de no saber a qué obedecer, de ver que todo está bien y
que nadie sabe realmente al final lo que debe y no debe hacerse. Hace falta
mano dura en cuanto al dogma, el pecado y la fé, una doctrina clara y firme
asentada en los valores tradicionales de la Iglesia, la vuelta a las mejores esencias de tan
larga y próspera historia.
¿Sería exagerado intentar comparar la figura del Gran Inquisidor (de la
novela “Los hermanos Karamazov” de
Feodor Dostoievski) con la del Cardenal Ratzinger, ahora Papa de la Santa Iglesia Católica,
Apostólica y Romana, teólogo alemán caracterizado desde siempre por su
incorruptible ortodoxia teológica y por la firmeza de sus interpretaciones
doctrinales, a pesar de que durante más de 20 años fue el prefecto de la Congregación para la
doctrina de la fe, heredera directa de la terrible Inquisición?
No cabe duda que un ejemplo paradigmático acerca de lo que han significado las religiones y las iglesias cristianas con respecto al mensaje original de Cristo y acerca del uso e instrumentación de su figura divina, es la religión católica y su institución eclesiástica. Se puede afirmar que el monopolio que se arrogan sus jerarquías sobre la interpretación de los textos bíblicos y evangélicos y del dogma teológico, así como la presunta infalibilidad que adorna al Pontífice Papal, y el ejemplo de vida de sus pastores y sus prelados, llevan inevitablemente a que el hombre moderno, desde su raciocinio y desde la mayor o menor autonomía conseguida en el desarrollo evolutivo de su yo y su consciencia individual, cuestione la veracidad y la validez de su doctrina, pues ese presunto cristianismo lleva a esta Iglesia a situar al hombre en tiempos pretéritos, dentro de una especie de Alma sensible, donde el creyente es un súbdito y una oveja anónima del gran rebaño humano, sumisa y obediente al mandato y consejo de sus pastores los sacerdotes. No es el problema la práctica de su liturgia y de los valores que propugna tal Iglesia, sino esencialmente el enfoque que desde sus púlpitos y sus confesionarios se hace del mensaje evangélico y de la figura de Cristo y de su significado cósmico y esotérico, lo cual da lugar a un evidente desapego y rechazo por parte del hombre actual al cristianismo e indirectamente y consecuentemente a Cristo, lo que le lleva a un mayor materialismo y un más acendrado escepticismo sobre lo transcendente y sobre el mundo espiritual. Y esa es la responsabilidad kármica fundamental de la Iglesia Católica.
En su conferencia
dada en Dornach, el día 3 de junio de 1920, precisamente sobre el tema genérico
de la Iglesia
Católica, Steiner decía literalmente que “La
Iglesia Católica
Romana, como una corporación poderosa, representa los últimos restos marchitos
de la civilización de la cuarta época post-Atlante. Puede certificarse con todos
los detalles que la
Iglesia Católica Romana representa el último vestigio de lo
que fue la civilización y el derecho de la cuarta época post-Atlante, lo que
estaba justificado hasta la mitad del siglo XV, pero que se ha convertido en un
sombra”. Para decir a renglón seguido que “La
Iglesia Católica
Romana representa en una serie de dogmas, como una estructura autónoma, que
está muerta, pero que todavía existe como un cadáver, algo que se mantiene
unido internamente a través de una lógica bien construida, una lógica de la
realidad. En esta estructura hay espíritu, el espíritu de una época pasada,
pero hay tal espíritu”.
Mientras que la ciencia
espiritual desea poner de manifiesto el espíritu que tiene que ser el ánimo e
impulso de la quinta época post-Atlante desde
mediados del siglo XV, lo que ha aparecido como filosofía, ciencia, opinión
pública, concepción del mundo, fuera y al margen de la Iglesia Católica
Romana, es, en su mayor parte, carente de espíritu.
Y continúa Steiner en dicha conferencia: Una institución
permeada por un cierto espíritu como su propia alma, si se trata de mantenerse
a sí misma como institución, sólo puede luchar por el pasado. Exigir de la Iglesia Católica
que debe luchar por el futuro sería una locura, pues una institución que lleva el
espíritu de la cuarta época Post-Atlante no puede de ninguna manera posible llevar
a la de la quinta época. Aquello en lo que la Iglesia Católica
se ha convertido, lo que se ha extendido por el mundo civilizado como la
configuración de la
Iglesia Católica, y que tiene su otro aspecto en el derecho
romano y la abstracción de la cultura latina entera, todo ello pertenece a la
cuarta época cultural. La configuración de la Iglesia católica ha
impregnado toda la civilización mucho más que los hombres piensan. Las
monarquías, aunque fueran protestantes, eran en su estructura en el fondo y en
sus fines instituciones católicas latinas. En la cuarta época era necesario que
los hombres estuvieran organizados de acuerdo a principios abstractos, y que ciertas
ordenanzas jerárquicas debían constituir la base de su organización. Pero lo
que está por venir como el espíritu de la quinta época post-Atlante, y lo que
busca cultivar la ciencia espiritual, no requiere de una estructura firme, no
necesita una estructura organizada de acuerdo a principios abstractos, sino que
requiere una relación de un ser humano a otro, lo que se establece en mi
Filosofía de la Libertad
como individualismo ético. Lo que el
libro tiene que decir sobre el tema de la ética se encuentra en el mismo
contraste y oposición con la estructura social fomentada por la Iglesia Católica
Romana como la ciencia espiritual en última instancia lo está con relación a la
teología católica romana.
Sin embargo una
parte importante de la humanidad se acoge a esa creencia y a esa Iglesia, unos
porque legítimamente no quieren perder su conexión con el mundo espiritual y
trascendente en medio de este valle de lágrimas y miserias, y otros porque les
resulta más fácil y mas justificativo de su existencia la apoyatura de todo un
sistema que guarda y conserva las esencias de un determinado régimen social y
económico que proporciona seguridad y acredita la pertenencia aun status
bienpensante y “como dios manda”. Y así aunque son evidentes y notables las
chapuzas y contradicciones en toda una filosofía y una praxis en tantos
aspectos inauditas, permite algo “positivo”, y es no pensar ni cuestionar, permanecer
en paz y seguir siendo oveja del mejor de los rebaños, pues permanecer en las
filas de la feligresía católica puede ser una curación envidiable para tantos
males como los que actualmente acucian a la humanidad doliente, ya que a través
de la esperanza reconfortante de sus promesas y su doctrina uno puede evitarse
el tremendo mal trago de tener que pasar por un larguísimo e inmerecido Kama
Loka, e ir directamente al cielo devakánico, mediante el mero arrepentimiento
de los pecados y el correspondiente sacramento de la confesión practicado
ritualmente en debida forma.
Parecería un sarcasmo dotado de un sentido del humor un tanto macabro o cínico un planteamiento similar, pero es eso precisamente lo que suscita en cualquier esforzado estudiante de ciencia espiritual la consistencia y solidez de las caracterizaciones más profundas del catálogo de especifidades con que cuenta la Iglesia Romana para curar el alma en esta tremenda coyuntura. Pues, a modo de ejemplo, sus sacerdotes cuentan con el privilegio y sortilegio de poder perdonar los pecados a sus feligreses, resolviendo así mágicamente las acciones kármicas perpetradas nefasta y perniciosamente contra la Ley de Dios y sus mandamientos, al darles a los penitentes confesantes la paz y el consuelo en un acto soberano propio de dios, que sobrepasa así la inexorable justicia divina de las leyes del Karma. Pero es evidente que tal perdón supone en todo caso una curación inusitada del cuerpo astral, y un evidente descanso para los divanes de tantos psicoterapeutas por esa paz conseguida por medio de tan expeditivo mágico alivio del alma, que seguramente constituye además una ayuda generosa a la labor compleja de tantos psicoanalistas en la curación de las neurosis que aquejan al hombre moderno en medio de la mayor crisis de todos los tiempos en la que todos nos vemos sumidos.
Ciertamente, el hombre hace lo indecible para escapar, empleando la
certera expresión de Erich Fromm, de su miedo a la libertad. Porque la libertad
y la independencia implica inseguridad y cierto sufrimiento que el individuo
puede intentar evitar eludiendo su libertad. En la literatura esto ha sido
agudamente descrito por el relato “El
gran inquisidor” en la genial novela “Los
hermanos Karamazov” de Dostoievski. La lucidez extrema de Iván, que acabará
llevándolo a la locura, idea este cuento que narra a su hermano Aliosha
(ejemplo de la reconciliación de racionalidad y sentimiento en la religión)
acerca de un segundo retorno de Jesucristo al mundo, concretamente a la Sevilla del apogeo terrorífico
y autoritario de la
Inquisición.
Lo que fué el glorioso entierro del Papa Juan Pablo II y la explosiva elección del cardenal Joseph Ratzinger como el sucesor de pontificado, así como la linea doctrinal y teológica asumida y practicada por este Papa desde entonces, nos retrotraen y ponen de nuevo en plena vigencia la conocida leyenda del Gran Inquisidor que Fiódor Dostoyevski relató de forma magistral, a través de la boca de Iván, en su novela “Los
hermanos Karamazov”, cuando nos contaba que Jesús había vuelto a la tierra
en el siglo XVI, a la ciudad de Sevilla, España, precisamente el día después de
una ajusticiamiento de «casi 100 herejes ad majorem Dei gloriam.»
Y es que a propósito de la ultima venida a España del actual pontífice
católico sobrevino a mucha gente toda serie de preguntas acerca de la persona
que enviste el cargo, de su curriculum profesional como Prefecto que fue del
Santo Oficio, de su tan cuestionada integrista posición teológica, y de la
función en el mundo actual de la institución eclesial católica que el mismo
dirige con similar parafernalia, boato y pomposidad a la de aquella Iglesia a
la que se refería Dostoievski a finales del siglo XIX en el relato al que
hacemos referencia. En todo caso la
lectura que proponemos nos va a permitir hacer uso de nuestra capacidad de
reflexión, para, aguzando la llama de nuestro propio pensamiento, intentar
acercarnos a ver lo que representan el jerarca visitante y la institución que
regenta y dirige en todo el mundo.
El tema que tan inteligente y sensiblemente introdujo a principios de
siglo el novelista ruso abre un debate de amplio calado acerca del papel de las
grandes religiones en relación con las verdaderas necesidades espirituales y
las preguntas transcendentales que se puede llegar a cuestionar cualquier ser
humano en esta actual época caracerizada por el más profundo materialismo y
agnosticismo de todos los tiempos, en medio de la gran crisis de valores y
principios que sacude al hombre, y por tanto de mayor ceguera espiritual. El
ciudadano de a pié, a la vista de la conducta de esos pastores de almas
intermediarios entre lo divino y el hombre, y ante el irreal y anticuado dogma preconizado por esta
iglesia y por sus jerarquías, se pregunta ¿Pero realmente se puede creer en
algo espiritual más allá de esta realidad? ¿Qué queda del mensaje del fundador
del cristianismo? ¿En qué historia acomodaticia y estratégica han convertido las
Iglesias al Mensajero, al Cristo Hijo de Dios?. Y así el Gran Inquisidor
representa en nuestros tiempos el dilema de una corporación eclesiástica y unas
jerarquías institucionales pastorales completamente alejadas de las ovejas de
su rebaño a los que paternalistamente manejan, engañan, desprecian y cosifican
en función de las necesidades políticas, económicas y sociales de los tiempos.
Y así el autor nos presenta una religión cristiano-católica que, en la metáfora
que nos presenta Dostoyevski, ya no cree ni en el Cristo que inculcó la
presunta filosofía en que se basa tal religión ni en su mensaje original, hasta
maltratarle y despreciarle, y con todo ello el lúcido autor literario nos
plantea el problema básico de todas las religiones en que la doctrina, el
dogma, la teología y la praxis institucional han fagocitado el espíritu
original del Mensajero y de la
Divinidad que representa. Es sin duda un tema apasionante
para su análisis y reflexión.
El Gran Inquisidor como fabulación
metafórica acerca del poder eclesiástico y la Religión
En el relato que luego incluiremos en su literalidad, el Gran Inquisidor,
al ver a la multitud venir a escuchar a Jesús y admirar sus milagros, le hace
prender y le mete en la cárcel. Más tarde, por la noche, le visita en la
prisión donde tiene lugar un delirante diálogo, pues se produce allí un
monólogo en el que el cardenal del Santo Oficio reprende a Jesucristo, su
presunto Dios hecho hombre, por intentar dar libertad de elección a la
humanidad, una libertad que los hombres no están dispuestos a asumir.
Digamos para abreviar y atenernos a su texto, que ha de ser concienzudamente
leído para colegir sus muchos matices y significados, que en “El gran Inquisidor”, Dostoyevski nos
cuenta, a través de la voz de Iván, el hermano escéptico de los Karamazov, una
historia fantástica en la cual, a partir de la promesa que realizó Jesucristo
de volver a la Tierra
(Juan 14: 1- 3, Apocalipsis 1: 7) realiza un encuentro bastante peculiar entre
Cristo y una de las cabezas de la
Iglesia católica del siglo XVI, más concretamente el cardenal
inquisidor de Sevilla.
Esta elección debe ser subrayada, y es que hay que tener en cuenta el poder e influencia que dentro de la Iglesia Católica del S. XVI tendría el cardenal
de Sevilla, por tratarse esta ciudad en uno de los centros comerciales y por
tanto políticos del Occidente cristiano de aquella época al ser entrada de la
mayor parte de las mercancías que procedían del continente americano y por ser
el imperio al que pertenecía la ciudad (España) la potencia política, económica
y militar preponderante en aquella época.
En un discurso largo el Inquisidor, irritado por los motivos de su
retorno, le pregunta a Jesús, y le intenta hacer ver que su venida y su mensaje
sólo ha de causar problemas a los hombres, pues Jesús pide cosas que los
hombres no pueden encajar bien. La madurez y libertad que les conmina a tener
se puede convertir en tormento para ellos, que en realidad quieren esclavitud,
milagros y explicaciones. Lo que Jesucristo les pide, dice el cardenal del
santo Oficio, los desborda y, en este sentido, la Inquisición y la Iglesia, aun a riesgo de
condenarse, le dan a los hombres lo único que puede hacerlos felices, frente a
la desmesura de la propuesta de Jesús. Así, entre milagros, autos de fe,
ceremonias y normas, la
Iglesia habría asumido el papel benefactor de aliviar a los
hombres de las durísimas exigencias de la libertad, con lo que conlleva de
incertidumbre e inseguridad. Quizás, dice el Gran Inquisidor, no estamos
preparados para la libertad.
Por lo tanto, podemos vislumbrar que posiblemente Dostoievski pretendió,
a través de la elección de una alta jerarquía de la iglesia, reflejar que la
postura que queda plasmada en la figura del inquisidor no es una postura
marginal, o aislada, sino auspiciada desde el alto clero eclesiástico católico,
y es que, a través del monólogo que realiza el nonagenario inquisidor ante la
presencia de Cristo, Dostoievski vierte sus ideas anticlericales y críticas contra Iglesia católica, como representante de un
sistema inmovilista, conservador e incluso feudal.
Esta visión de una Iglesia católica feudal, no debería ser poco
frecuente en el entorno en el que se desarrolló Dostoievski, y es que, en la Rusia del S. XIX numerosos
círculos alentaban esta postura: por una parte la iglesia ortodoxa, religión
mayoritaria en Rusia, y por otra parte de ciertos movimientos revolucionarios
socialistas que aparecieron en la
Rusia del S. XIX, y que después “evolucionarían” hasta el comunismo, movimientos
revolucionarios a los cuales Fiodor Dostoievski no permaneció ajeno
participando en el círculo clandestino de Petrashevski, donde estudia las ideas
del socialismo utópico y por cuya simpatía y afiliación será arrestado y
encerrado.
El relato constituye una férrea crítica anticlerical, concretándose
contra el clero de la Iglesia
católica, en tanto en cuanto el inquisidor es un alto jerarca católico. un
cardenal como representante del clero católico y además como más alto
representante del Santo Oficio, que se presenta con bastantes similitudes con
el Superhombre de Nietzsche, la entidad anticrística (que algunos identifican
como ahrimánica y auténticamente demoníaca) que pretende siempre suplantar a
Cristo y tergiversar todo su auténtico mensaje original desde las tinieblas.
Dostoyesky nos presenta a un cardenal dispuesto a inmolar en holocausto a
Cristo, el cual ha vuelto a la tierra para “visitar a sus hijos por un
momento”, todo ello en clara simbología acerca de la perversión y prostitución
de la figura de Cristo que para el escritor representa la institución católica,
sus jerarquías y toda su estructura eclesiástica.
Un cardenal que sabe con certeza que se trata de Cristo, pues presencia
una “demostración” (un milagro) al ver como ese Cristo resucita a una niña de
apenas siete años, hija de un ilustre ciudadano y cuyo cuerpo estaba siendo
transportado en un féretro para ser enterrado. También queda reflejada la
certeza de que no se trata de una demencia del anciano cardenal en la respuesta
de “sé demasiado lo que dirías” a la pregunta efectuada por él mismo de “¿Eres
tú?”. Así mismo se puede interpretar como un guiño a que efectivamente se trata
de Cristo en el hecho de que, a tenor de que el reo permanece callado, Iván (el
personaje de los hermanos Karamazov que relata el cuento) dice que calla “como
debe ser en todos los casos”. En este punto, se puede establecer un paralelismo
con la otra vez que Cristo fue juzgado ante Herodes y los representantes
políticos del pueblo judío y en la cual también permanece callado, tal y como se puede constatar en Lucas 23, 9.
Este cardenal, Señor con ciertas trazas del Superhombre de Nietzsche, que encarnaría al soberbio príncipe de las tinieblas ahrimánico, es el símbolo de la contraposición entre lo que aboga Cristo y lo que representa el cardenal inquisidor y su institución eclesiástica, y llega a compararse con la deidad misma al afirmar que él, al igual que hicieron Cristo cuando fue tentado por el diablo y los profetas, estuvo en el desierto nutriéndose de langostas y raíces. Se presenta como un cardenal que ha dejado de creer en la conveniencia de lo que predicó Cristo para la mayoría de los hombres de a pie, ya que según él, esa doctrina no puede ser asumida por seres tan débiles como son los seres humanos, o por lo menos la mayoría de ellos.
El inquisidor, de manera evidentemente paternalista y sacerdotal,
sostiene que el hombre, ante todo, busca, religiosamente, un ser ante el que
inclinarse, un ser ante el que confiar su conciencia y la manera en que todos
se unan, y esas aspiraciones son incompatibles con las tres tentaciones que
rechazó Cristo cuando fue inducido por
el diablo: el transformar las piedras en panes para que la humanidad se
postrase ante él, el tirarse al vacío para demostrarse a sí mismo que era el
hijo de Dios y por último el aceptar los reinos de la tierra para así obtener
el poder político, poder político que proporcionaría a la humanidad la tan
ansiada unidad.
Tal vez la tesis principal de Dostoievski sea la de un retorno al
evangelio, tal como ya habían propugnado los gnósticos originarios, los cátaros
extramuros de la Iglesia o Francisco de Asís
intramuros, a lo que, en definitiva, constituye realmente la raíz del
cristianismo más allá del poder político que la Iglesia pueda ejercer a
través de la ciudad del Vaticano, el Estado de la Iglesia en la tierra. Esa
es una de las principales reivindicaciones de Dostoievski en el cuento, la
destrucción del señorío eclesiástico y la vuelta a lo que en realidad predicó
Jesús el Cristo.
El otro punto principal del discurso que Dostoievski hace a través de
todo el cuento que relata Iván, es el de la existencia de dos bloques
diferenciados: por un lado el de los señores, representado por el clero y por
el otro el de los esclavos, la gente débil, en definitiva la del rebaño a
pastorear y al cual, por su debilidad hay que edulcorarles la realidad para que
de ese modo puedan llegar a ser felices, aunque serviles, subordinados al
intermediario eclesiástico y dependientes de la clase sacerdotal en su relación
con la divinidad.
Esa edulcoración conlleva que los elegidos, esos mártires torturados por
un noble sufrimiento y lleno de amor a la humanidad, carguen con la mentira que
supone hacerles ver a los hombres que ellos (el clero y la iglesia) obedecen a
Cristo y les dominan en nombre de Cristo, cuando en realidad es falso. De este
modo, Dostoievski continúa con la crítica a los estamentos de la iglesia al
decir que no actúan de acuerdo a lo que Jesús predicó, sino que además actúan
de acuerdo al anticristo desde el
momento que aceptaron el poder político que conllevaba la constitución del
estado Vaticano.
Queda patente también en esta postura tomada por el inquisidor la falta
de fe que tiene en la humanidad, o en su grueso, la cual sería incapaz de
sobrevivir y ser feliz con libertad, pues según el inquisidor, el pan material,
esto es, el bienestar material es incompatible con la libertad. Llega a rebajar
la dignidad del ser humano hasta el punto de compararlos con niños amotinados
en una clase, y en contraposición al mensaje de Cristo, el cual por un lado
reflejaba su gran fe por la humanidad y sus aptitudes, y por el otro, tenía un
carácter universal, en el sentido de que iba dirigido a toda la humanidad,
independientemente de sus condiciones y aptitudes, independientemente de que
sea débiles o no.
En este sentido el inquisidor establece de antemano que el mensaje auténticamente crístico no puede ser asumido por los hombres a causa de su debilidad, no son dignos de él, no los considera lo suficientemente capaces para asumirlo.
En definitiva, podemos concluir que Dostoievski critica a una Iglesia
que no cree verdaderamente en el mensaje de Cristo, que dice defenderlo de una
manera hipócrita para procurar una felicidad superflua y mundana en el
individuo de a pie, y todo esto, debido a una falta de fe en las aptitudes de
los hombres en general y más concretamente en la capacidad de las personas de
poder ser felices con una total libertad de conciencia para creer de acuerdo al
libre albedrío de cada uno, donde realmente radica el valor de la creencia y la
fe, tal y como predicó Jesucristo.
Presenta una Iglesia que, aunque aparentemente se le puede encontrar
cierto punto de piedad y amor por la humanidad, es contraria a aquello a lo que
dice defender: el mensaje de Cristo, hasta tal punto que las pretensiones de la Iglesia son rotundamente antagónicas
al mensaje de Cristo, cuya presencia consideran no solo un estorbo, sino un verdadero
peligro. Nos presenta a un clero y a una
teología que, presuntamente, han tergiversado y pervertido el mensaje original
y eterno del Cristo y lo han sustituído por el poder terreno acomodaticio,
conservador y regresivo de la sacrosanta institución eclesiástica. Leamos y
usemos nuestra capacidad reflexiva y libre.
El Gran Inquisidor de Feodor Dostoievski (transcripción)
Han pasado ya
quince siglos desde que Cristo dijo: “No
tardaré en volver. El día y la hora, nadie, ni el propio Hijo, las sabe”.
Tales fueron sus palabras al desparecer, y la Humanidad le espera
siempre con la misma fe, o acaso con fe más ardiente aún que hace quince
siglos. Pero el Diablo no duerme; la duda comienza a corromper a la Humanidad, a deslizarse
en la tradición de los milagros. En el Norte de Germania ha nacido una herejía
terrible, que, precisamente, niega los milagros. Los fieles, sin embargo, creen
con más fe en ellos. Se espera a Cristo, se quiere sufrir y morir como Él… Y
he aquí que la Humanidad
ha rogado tanto por espacio de tantos siglos, ha gritado tanto “¡Señor, dignáos, aparecérosnos!”, que Él
ha querido, en su misericordia inagotable, bajar a la tierra.
Y he aquí que ha querido mostrarse, al
menos un instante, a la multitud desgraciada, al pueblo sumido en el pecado,
pero que le ama con amor de niño. El lugar de la acción es Sevilla; la época,
la de la Inquisición,
la de los cotidianos soberbios autos de fe, de terribles heresiarcas, ad majorem Dei gloriam.
No se trata de la venida prometida para
la consumación de los siglos, de la aparición súbita de Cristo en todo el
brillo de su gloria y su divinidad, “como un relámpago que brilla del Ocaso al
Oriente”. No, hoy sólo ha querido hacerles a sus hijos una visita, y ha
escogido el lugar y la hora en que llamean las hogueras. Ha vuelto a tomar la
forma humana que revistió, hace quince siglos, por espacio de treinta años.
Aparece entre las cenizas de las
hogueras, donde la víspera, el cardenal gran inquisidor, en presencia del rey,
los magnates, los caballeros, los altos dignatarios de la Iglesia, las más
encantadoras damas de la corte, el pueblo en masa, quemó a cien herejes. Cristo
avanza hacia la multitud, callado, modesto, sin tratar de llamar la atención,
pero todos le reconocen.
El pueblo, impelido por un irresistible
impulso, se agolpa a su paso y le sigue. Él, lentamente, con una sonrisa de
piedad en los labios, continúa avanzando. El amor abrasa su alma; de sus ojos
fluyen la Luz, la Ciencia, la Fuerza, en rayos ardientes,
que inflaman de amor a los hombres. Él les tiende los brazos, les bendice. De
Él, de sus ropas, emana una virtud curativa. Un viejo, ciego de nacimiento,
sale a su encuentro y grita: “¡Señor,
cúrame para que pueda verte!” Una escama se desprende de sus ojos, y ve. El
pueblo derrama lágrimas de alegría y besa la tierra que Él pisa. Los niños
tiran flores a sus pies y cantan Hosanna, y el pueblo exclama: “¡Es Él! ¡Tiene que ser Él! ¡No puede ser
otro que Él!”
Cristo se detiene en el atrio de la
catedral. Se oyen lamentos; unos jóvenes llevan en hombros a un pequeño ataúd
blanco, abierto, en el que reposa, sobre flores, el cuerpo de una niña de
diecisiete años, hija de un personaje de la ciudad.
—¡Él resucitará a tu hija! —le grita el pueblo
a la desconsolada madre.
El sacerdote que ha salido a recibir el
ataúd mira, con asombro, al desconocido y frunce el ceño.
Pero la madre profiere: —¡Si eres Tú,
resucita a mi hija!
Y se postra ante Él. Se detiene el
cortejo, los jóvenes dejan el ataúd sobre las losas. Él lo contempla,
compasivo, y de nuevo pronuncia el Talipha kumi (“Levántate, muchacha”).
La muerta se incorpora, abre los ojos,
sonríe, mira sorprendida en torno suyo, sin soltar el ramo de rosas blancas que
su madre había colocado entre sus manos. El pueblo, lleno de estupor, clama,
llora.
En el mismo momento en que se detiene el
cortejo, aparece en la plaza el cardenal
gran inquisidor. Es un viejo de noventa años, alto, erguido, de una
ascética delgadez. En sus ojos hundidos fulgura una llama que los años no han
apagado. Ahora no luce los aparatosos ropajes de la víspera; el magnífico traje
con que asistió a la cremación de los enemigos de la Iglesia ha sido
reemplazado por un tosco hábito de fraile.
Sus siniestros colaboradores y los
esbirros del Santo Oficio le siguen a respetuosa distancia. El cortejo fúnebre
detenido, la muchedumbre agolpada ante la catedral le inquietan, y espía desde
lejos. Lo ve todo: el ataúd a los pies del desconocido, la resurrección de la
muerta… Sus espesas cejas blancas se fruncen, se aviva, fatídico, el brillo
de sus ojos.
—¡Prendedle!—ordena a sus esbirros,
señalando a Cristo.
Y es tal su poder, tal la medrosa
sumisión del pueblo ante él, que la multitud se aparta al punto, silenciosa, y
los esbirros prenden a Cristo y se lo llevan. Como un solo hombre, el pueblo se
inclina al paso del anciano y recibe su bendición.
Los esbirros conducen al preso a la
cárcel del Santo Oficio y le encierran en una angosta y oscura celda.
Muere el día, y una noche de luna, una
noche española, cálida y olorosa a limoneros y laureles, le sucede.
De pronto, en las tinieblas se abre la
férrea puerta del calabozo y penetra el gran inquisidor en persona solo,
alumbrándose con una linterna. La puerta se cierra tras él. El anciano se
detiene a pocos pasos de umbral y, sin hablar palabra, contempla, durante cerca
de dos minutos, al preso. Luego, avanza lenta mente, deja la linterna sobre la
mesa y pregunta:
—¿Eres Tú, en efecto?
Pero, sin esperar la respuesta prosigue:
—No hables, calla. ¿Qué podrías decirme?
Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste.
¿Porqué has venido a molestarnos?… Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas
yo te aseguro que mañana mismo… No quiero saber si eres Él o sólo su
apariencia; sea quien seas, mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como
el peor de los herejes. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba
los pies, se apresura, a una señal mía, a echar leña al fuego. Quizá nada de
esto te sorprenda…
Y el anciano, mudo y pensativo sigue
mirando al preso, acechando la expresión de su rostro, serena y suave.
—El Espíritu terrible e inteligente —
añade, tras una larga pausa —, el Espíritu de la negación y de la nada, te
habló en el desierto, y la
Escrituras atestiguan que te “tentó”. No puede concebirse
nada más profundo que lo que se te dijo en aquellas tres preguntas o, para
emplear el lenguaje de la
Escritura, en aquellas tres “tentaciones”. ¡Si ha habido
algún milagro auténtico, evidente, ha sido el de las tres tentaciones! ¡El
hecho de que tales preguntas hayan podido brotar de unos labios, es ya, por sí
solo, un milagro! Supongamos que hubieran sido borradas del libro, que hubiera
que inventarlas, que forjárlas de nuevo. Supongamos que, con ese objeto, se
reuniesen todos los sabios de la tierra, los hombres de Estado, los príncipes de
la Iglesia,
los filósofos, los poetas, y que se les dijese: “Inventad tres preguntas que no
sólo correspondan a la grandeza del momento, sino que contengan, en su triple
interrogación, toda la historia de la Humanidad futura”, ¿crees que esa asamblea de todas
las grandes inteligencias terrestres podría forjarse algo tan alto, tan
formidable como las tres preguntas del inteligente y poderoso Espíritu? Esas
tres preguntas, por sí solas, demuestran que quien te habló aquel día no era un
espíritu humano, contingente, sino el Espíritu Eterno, Absoluto. Toda la
historia ulterior de la
Humanidad está predicha y condensada en ellas; son las tres
formas en que se concretan todas las contradicciones de la historia de nuestra
especie. Esto, entonces, aún no era evidente, el porvenir era aún desconocido;
pero han pasado quince siglos y vemos que todo estaba previsto en la Triple Interrogación,
que es nuestra historia.¿Quién tenía razón?, dí ¿Tú o quien te interrogó?…
Si no el texto literal, el sentido de la
primera pregunta es el siguiente: “Quieres presentarte al mundo con las manos
vacías, anunciándoles a los hombres una libertad que su tontería y su maldad
naturales no le permiten comprender, una liberad espantosa, ¡pues para el
hombre y para la sociedad no ha habido nunca nada tan espantoso como la
libertad!, cuando, si convirtieses en panes todas esas piedras esparcidas ante
tu vista, verías a la
Humanidad correr, en pos de ti, como un rebaño, agradecida,
sumisa, temerosa tan sólo de que tu mano depusiera su ademán taumatúrgico y los
panes se tornasen en piedras.” Pero tú no quisiste privar al hombre de su
libertad y repeliste la tentación; te horrorizaba la idea de comprar con panes
la obediencia de la
Humanidad, y contestaste que “no so1o de pan vive el hombre”,
sin saber que el espíritu de la tierra, reclamando el pan de la tierra, había
de alzarse contra ti, combatirte y vencerte, y que todos le seguirían,
gritando: “¡Nos ha dado el fuego del cielo!” Pasarán siglos y la Humanidad proclamará,
por boca de sus sabios, que no hay crímenes y, por consiguiente, no hay pecado;
que so1o hay hambrientos. “Dales pan si quieres que sean virtuosos.” Esa será
la divisa de los que se alzarán contra ti, el lema que inscribirán en su
bandera; y tu templo será derribado y, en su lugar, se erigirá una nueva Torre
de Babel, no más firme que la primera, el esfuerzo de cuya construcción y mil
años de sufrimientos podías haberles ahorrado a los hombres. Pues volverán a
nosotros, al cabo de mil años de trabajo y dolor, y nos buscarán en los
subterráneos, en las catacumbas donde estaremos escondidos — huyendo aún de la
persecución, del martirio —, para gritarnos: “¡Pan! ¡Los que nos habían
prometido el fuego del cielo no nos lo han dado!” Y nosotros acabaremos su
Babel, dándoles pan, lo único de lo que tendrán necesidad. Y se lo daremos en
tu nombre.
Sabemos mentir. Sin nosotros, se morirían de
hambre. Su ciencia no les mantendría. Mientras gocen de libertad les faltará el
pan; pero acabarán por poner su libertad a nuestros pies, clamando: “¡Cadenas y
pan!” Comprenderán que la libertad no es compatible con una justa repartición
del pan terrestre entre todos los hombres, dado que nunca — ¡nunca! — sabrán
repartírselo. Se convencerán también de que son indignos de la libertad;
débiles, viciosos, necios, indómitos. Tú les prometiste el pan del cielo.
¿Crees que puede ofrecerse ese pan, en vez del de la tierra, siendo la raza
humana lo vil, lo incorregiblemente vil que es? Con tu pan del cielo podrás
atraer y seducir a miles de almas, a docenas de miles, pero ¿y los millones y
las decenas de millones no lo bastante fuertes como para preferir el pan del
cielo al pan de la tierra? ¿Acaso eres tan sólo el Dios de los grandes? Los
demás, esos granos de arena del mar; los demás, que son débiles, pero que te
aman, ¿no son a tus ojos sino viles instrumentos en manos de los grandes?…
Nosotros amamos a esos pobres seres, que acabarán, a pesar de su condición
viciosa y rebelde, por dejarse dominar. Nos admirarán, seremos sus dioses, una
vez que hayamos cargado sobre nuestros hombros la carga de su libertad, una vez
que hayamos aceptado el cetro que nos ofrecerán — ¡tan grande será el miedo que
la libertad acabará por inspirarles! —. Y reinaremos en tu nombre, sin dejarte
acercar a nosotros. Esta impostura, esta necesaria mentira, constituirá nuestra
cruz.
Como ves, la primera de las tres
preguntas encerraba el secreto del mundo. ¡Y tú la desdeñaste! Ponías la
libertad por encima de todo, cuando, si hubieras consentido en tornar en panes
las piedras del desierto, hubieras satisfecho el eterno y unánime deseo de la Humanidad; le hubieras
dado un amo y señor. El más vivo afán del hombre libre es encontrar un ser ante
quien inclinarse. Pero quiere inclinarse ante una fuerza incontestable, que
pueda reunir a todos los hombres en una comunión de respeto y veneración;
quiere que el objeto de su culto lo sea de un culto universal; quiere una
religión común. Y esa necesidad de la comunidad en la adoración es, desde el
principio de los siglos, el mayor tormento individual y colectivo del género
humano. Por realizar esa quimera, los hombres se exterminan. Cada pueblo se ha
creado un dios y le ha dicho a su vecino: “¡Adora a mi dios o te mato!” Y así
ocurrirá hasta el fin del mundo; los dioses podrán desaparecer de la tierra,
mas la Humanidad
hará de nuevo por los ídolos lo que ha hecho por los dioses. Tú no ignorabas
ese secreto fundamental de la naturaleza humana y, no obstante, rechazaste la
única bandera que te hubiera asegurado la sumisión de todos los hombres: la
bandera del pan terrestre; la rechazaste en nombre del pan celestial y de la
libertad, y en nombre de la libertad seguiste obrando hasta tu muerte.
No hay, te
repito, un afán más vivo en el hombre que encontrar en quien delegar la
libertad de la que nace dotada tan miserable criatura. Sin embargo, para
obtener la ofrenda de la libertad de los hombres, hay que darles la paz de la
conciencia. El hombre se hubiera inclinado ante ti si le hubieras dado pan,
porque el pan es una cosa incontestable; pero si, al mismo tiempo, otro se
hubiera adueñado de la conciencia humana, el hombre hubiera dejado tu pan para
seguirle. En eso, tenías razón; el secreto de la existencia humana consiste en
la razón, en el motivo de la vida. Si el hombre no acierta a explicarse por qué
debe vivir preferirá morir a continuar esta existencia sin objeto conocido,
aunque disponga de una inmensa provisión de pan. Pero ¿de qué te sirvió el
conocer esa verdad? En vez de coartar la libertad humana, le quitaste barreras,
olvidando, sin duda, que a la libertad de elegir entre el bien y el mal el
hombre prefiere la paz, aunque sea la de la muerte. Nada tan caro para el
hombre como el libre albedrío, y nada, también, que le haga sufrir tanto. Y, en
vez de formar tu doctrina de principios sólidos que pudieran pacificar
definitivamente la conciencia humana, la formaste de cuanto hay de extraordinario,
vago, hipotético, de cuanto traspasa los límites de las fuerzas del hombre, a
quien, ¡tú que diste la vida por él!, diríase que no amabas.
Al quitarle
barreras a su libertad, introdujiste en el alma humana nuevos elementos de
dolor. Querías ser amado con un libre amor, libremente seguido. Abolida la dura
ley antigua, el hombre debía, sin trabas, sin más guía que tu ejemplo, elegir
entre el bien y el mal. ¿,No se te alcanzaba que acabarías por desatender
incluso tu ejemplo y tu verdad, abrumado bajo la terrible carga de la libre
elección, y que gritaría: “Si Él hubiera poseído la verdad, no hubiera dejado a
sus hijos sumidos en una perplejidad tan horrible, envueltos en tales
tinieblas?” Tú mismo preparaste tu ruina: no culpes a nadie. Si hubieras
escuchado lo que se te proponía… Hay sobre la tierra tres únicas fuerzas
capaces de someter para siempre la conciencia de esos seres débiles e indómitos
— haciéndoles felices — : el milagro, el misterio y la autoridad. Y tú no
quisiste valerte de ninguna.
El Espíritu
terrible te llevó a la almena del templo y te dijo: “¿Quieres saber si eres el
Hijo de Dios? Déjate caer abajo, porque escrito está que los ángeles habrán de tomarte
en sus manos.” Tú rechazaste tal propuesta, no te dejaste caer. Demostraste con
ello el sublime orgullo de un dios; ¡pero los hombres, esos seres débiles,
impotentes, no son dioses! Sabías que, sólo con intentar precipitarte, hubieras
perdido la fe en tu Padre, y el gran Tentador hubiera visto, regocijadísimo,
estrellarse tu cuerpo en la tierra que habías venido a salvar. Mas, dime, ¿hay
muchos seres semejantes a ti? ¿Pudiste pensar un solo instante que los hombres
serían capaces de comprender tu resistencia a aquella tentación? La naturaleza
humana no es bastante fuerte para prescindir del milagro y contentarse con la
libre elección del corazón, en esos instantes terribles en que las preguntas
vitales exigen una respuesta. Sabías que tu heroico silencio sería perpetuado
en los libros y resonaría en lo más remoto de los tiempos, en los más apartados
rincones del mundo. Y esperabas que el hombre te imitaría y prescindiría de los
milagros, como un dios, siendo así que, en su necesidad de milagros, los
inventa y se inclina ante los prodigios de los magos y los encantamientos de
los hechiceros, aunque sea hereje o ateo.
Cuando te dijeron, por burla: “¡Baja de la
cruz y creeremos en ti!”, no bajaste. Entonces, tampoco quisiste someter al
hombre con el milagro, porque lo que deseaba de él era una creencia libre, no
violentada por el prestigio de lo maravilloso; un amor espontáneo, no las
transacciones serviles de un esclavo aterrorizado. En esta ocasión, como en
todas, obraste inspirándote en una idea del hombre demasiado elevada: ¡es
esclavo, aunque haya sido creado rebelde! Han pasado quince siglos: ve y juzga.
¿A quién has elevado hasta ti? El hombre, créeme, es más débil y más vil de lo
que tú pensabas. ¿Puede, acaso, hacer lo que tú hiciste? Le estimas demasiado y
sientes por él demasiado poca piedad; le has exigido demasiado, tú que le amas
más que a ti mismo. Debías estimarle menos y exigirle menos. Es débil y
cobarde. El que hoy se subleve en todas partes contra nuestra autoridad y se
enorgullezca de ello, no significa nada. Sus bravatas son hijas de una vanidad
de escolar. Los hombres son siempre unos chiquillos: se sublevan contra el
maestro y le echan del aula; pero la revuelta tendrá un término y les costará
cara a los revoltosos. No importa que derriben templos y ensangrienten la
tierra: tarde o temprano, comprenderán la inutilidad de una rebelión que no son
capaces de sostener. Verterán estúpidas lágrimas; pero, al cabo, comprenderán
que el que les ha creado rebeldes les ha hecho objeto de una burla y lo
gritarán, desesperados. Y esta blasfemia aumentará su miseria, pues la
naturaleza humana, demasiado mezquina para soportar la blasfemia, se encarga
ella misma de castigarla.
La inquietud, la duda, la desgracia: he
aquí la suerte y el destino de los hombres por quienes diste tu sangre. Tu
profeta dice que, en su visión alegórica, vió a todos los partícipes de la
primera resurrección y que eran doce mil por cada generación. Su número no es
corto, si se considera que supone una naturaleza más que humana el llevar tu
cruz, el vivir largos años en el desierto, alimentándose de raíces y langostas;
y puedes, en verdad, enorgullecerte de esos hijos de la libertad, del libre
amor, estar satisfechos del voluntario y magnífico sacrificio de sí mismos,
hecho en tu nombre. Pero no olvides que se trata só1o de algunos miles y, más
que de hombres, de dioses. ¿Y el resto de la Humanidad? ¿Qué culpa
tienen los demás, los débiles humanos, de no poseer la fuerza sobrenatural de
los fuertes? ¿Qué culpa tiene el alma frágil de no poder soportar el peso de
tan terribles dones? ¿Acaso viniste tan sólo por los elegidos? Si es así, lo
importante no es la libertad ni el amor, sino el misterio, el impenetrable
misterio. Y nosotros tenemos derecho a predicarles a los hombres que deben
someterse a él sin razonar, aun contra los dictados de su conciencia. Y eso es
lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra; la hemos basado en el “milagro”,
el “misterio” y la “autoridad”. Y los hombres se han congratulado de verse de
nuevo conducidos como un rebaño y libres, por fin, del don funesto que tantos
sufrimientos les ha causado. Di, ¿hemos hecho bien? ¿Se nos puede acusar de no
amar a la Humanidad?
¿No somos nosotros los únicos que tenemos conciencia de su flaqueza; nosotros
que, en atención a su fragilidad, la hemos autorizado hasta para pecar, con tal
que nos pida permiso? ¿Por qué callas?
¿Por qué te
limitas a mirarme con tus dulces y penetrantes ojos? ¡No te amo y no quiero tu
amor; prefiero tu cólera! ¿Y para qué ocultarte nada? Sé a quién le hablo.
Conoces lo que voy a decirte, lo leo en tus ojos… Quizá quieras oír
precisamente de mi boca nuestro secreto. Oye, pues: no estamos contigo, estamos
con Él… ; nuestro secreto es ése. Hace mucho tiempo — ¡ocho siglos! — que no
estamos contigo, sino con Él. Hace ocho siglos que recibimos de Él el don que
tú, cuando te tentó por tercera vez mostrándote todos los reinos de la tierra,
rechazaste indignado; nosotros aceptamos y, dueños de Roma y la espada de
César, nos declaramos los amos del mundo. Sin embargo, nuestra conquista no ha
acabado aún, está todavía en su etapa inicial, falta mucho para verla
concluida; la tierra ha de sufrir aún durante mucho tiempo; pero nosotros
conseguiremos nuestro objeto, seremos el César y, entonces, nos preocuparemos
de la felicidad universal. Tú también pudiste haber tomado la espada de César;
¿por qué rechazaste tal don? Aceptándole, hubieras satisfecho todos los anhelos
de los hombres sobre la tierra, les hubieras dado un amo, un depositario de su
conciencia y, a la vez, un ser en torno a quien unirse, formando un inmenso
hormiguero, ya que la necesidad de la unión universal es otro de los tres
supremos tormentos de la
Humanidad. La Humanidad siempre ha tendido a la unidad
mundial. Cuanto más grandes y gloriosos, más sienten los pueblos ese anhelo.
Los grandes conquistadores, los Tamerlan, los Gengis Kan que recorren la tierra
como un huracán devastador, obedecen, de un modo inconsciente, a esa necesidad.
Tomando la púrpura de César, hubieras fundado el imperio universal, que hubiera
sido la paz del mundo. Pues, ¿quién debe reinar sobre los hombres sino el que
es dueño de sus conciencias y tiene su pan en las manos?
Tomamos la espada de César y, al
hacerlo, rompimos contigo y nos unimos a Él. Aún habrá siglos de libertinaje
intelectual, de pedantería y de antropofagia —los hombres, luego de erigir, sin
nosotros, su Torre de Babel, se entregarán a la antropofagia—; pero la bestia
acabará por arrastrarse hasta nuestros pies, los lamerá y los regará con
lágrimas de sangre. Y nosotros nos sentaremos sobre la bestia y levantaremos
una copa en la que se leerá la palabra “Misterio”. Y entonces, sólo entonces,
empezará para los hombres el reinado de la paz y de la dicha. Tú te
enorgulleces de tus elegidos, pero son solo una minoria: nosotros les daremos a
todos el remanso y la calma. Y aun de esa minoría, aun de entre esos “fuertes”
llamados a ser de los elegidos, ¡cuántos han acabado y acabarán por cansarse de
esperar, cuántos han empleado y emplearán contra ti las fuerzas de su espíritu
y el ardor de su corazón en uso de la libertad de que te son deudores! Nosotros
les daremos a todos la felicidad, concluiremos con las revueltas y matanzas
originadas por la libertad. Les convenceremos de que no serán verdaderamente
libres, sino cuando nos hayan confiado su libertad. ¿Mentiremos? ¡No! Y bien
sabrán ellos que no les engañamos, cansados de las dudas y de los terrores que
la libertad lleva consigo. La independencia, el libre pensamiento y la ciencia
llegarán a sumirles en tales tinieblas, a espantarlos con tales prodigios, a
cansarles con tales exigencias, que los menos suaves y dóciles se suicidarán;
otros, también indóciles, pero débiles y violentos, se asesinarán, y otros —los
más—, rebaño de cobardes y de miserables, gritarán a nuestros pies: “¡Sí,
tenéis razón! Sólo vosotros poseéis su secreto y volvemos a vosotros!
¡Salvadnos de nosotros mismos!”
No se les ocultará que el pan —obtenido
con su propio trabajo, sin milagro alguno— que reciben de nosotros se lo
tomamos antes nosotros a ellos para repartírselo, y que no convertimos las
piedras en panes. Pero, en verdad, más que el pan en sí, lo que les satisfará
es que nosotros se lo demos. Pues verán que, si no convertimos las piedras en
panes, tampoco los panes se convierten, vuelto el hombre a nosotros, en
piedras. ¡Comprenderán, al cabo, el valor de la sumisión! Y mientras no lo
comprendan, padecerán. ¿Quién, dime, quién ha puesto más de su parte para que
dejen de padecer? ¿Quién ha dividido el rebaño y le ha dispersado por
extraviados andurriales? Las ovejas se reunirán de nuevo, el rebaño volverá a
la obediencia y ya nada le dividirá ni lo dispersará. Nosotros, entonces, les
daremos a los hombres una felicidad en armonía con su débil naturaleza, una
felicidad compuesta de pan y humildad. Sí, les predicaremos la humildad, y no,
como Tú, el orgullo . Les probaremos que son débiles niños, pero que la
felicidad de los niños tiene particulares encantos. Se tornarán tímidos, no nos
perderán nunca de vista y se estrecharán contra nosotros como polluelos que
buscan el abrigo del ala materna. Nos temerán y nos admirarán. Les
enorgullecerá el pensar la energía y el genio que habremos necesitado para
domar a tanto rebelde. Les asustará nuestra cólera, y sus ojos, como los de los
niños y los de las mujeres, serán fuentes de lágrimas. ¡Pero con qué facilidad,
a un gesto nuestro, pasarán del llanto a la risa, a la suave alegría de los
niños! Les obligaremos, ¿qué duda cabe?, a trabajar; pero los organizaremos,
para sus horas de ocio, una vida semejante a los juegos de los niños, mezcla de
canciones, coros inocentes y danzas.
Hasta les permitiremos pecar — ¡su naturaleza es tan flaca!—. Y, como les permitiremos pecar, nos amarán con un amor sencillo, infantil. Les diremos que todo pecado cometido con nuestro permiso será perdonado, y lo haremos por amor, pues, de sus pecados, el castigo será para nosotros y el placer para ellos. Y nos adorarán como a bienhechores. Nos lo dirán todo y, según su grado de obediencia, les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus mujeres o sus amantes y les consentiremos o no les consentiremos tener hijos. Y nos obedecerán, muy contentos. Nos someterán los más penosos secretos de su conciencia, y nosotros decidiremos en todo y por todo; y ellos acatarán, alegres, nuestras sentencias, pues les ahorrarán el cruel trabajo de elegir y de determinarse libremente.
Todos los millones de seres humanos
serán así, felices, salvo unos cien mil, salvo nosotros, los depositarios del
secreto. Porque nosotros seremos desgraciados. Los felices se contarán por
miles de millones, y habrá cien mil mártires del conocimiento, exclusivo y
maldito, del bien y del mal. Morirán en paz pronunciando tu nombre, y, más allá
de la tumba, sólo verán la oscuridad de la muerte. Sin embargo, nos lo
callaremos; embaucaremos a los hombres, por su bien, con la promesa de una
eterna recompensa en el cielo, a sabiendas de que, si hay otro mundo, no ha
sido, de seguro, creado para ellos. Se vaticina que volverás, rodeado de tus
elegidos, y que vencerás; tus héroes sólo podrán envanecerse de haberse salvado
a sí mismos, mientras que nosotros habremos salvado al mundo entero. Se dice
que la fornicadora, sentada sobre la bestia y con la “copa del misterio” en las
manos, será afrentada y que los débiles se sublevarán por vez postrera,
desgarrarán su púrpura y desnudarán su cuerpo impuro. Pero yo me levantaré
entonces y te mostraré los miles de millones de seres felices que no han
conocido el pecado. Y nosotros que, por su bien, habremos asumido el peso de
sus culpas, nos alzaremos ante ti, diciendo: “¡Júzganos, si puedes y te
atreves!” No te temo. Yo también he estado en el desierto; yo también me he
alimentado de langostas y raíces; yo también he bendecido la libertad que les
diste a los hombres y he soñado con ser del número de los fuertes. Pero he
renunciado a ese sueño, he renunciado a tu locura para sumarme al grupo de los
que corrigen tu obra. He dejado a los orgullosos para acudir en socorro de los
humildes.
Lo que te digo se realizará; nuestro
imperio será un hecho.
Y te repito que mañana, a una señal mía,
verás a un rebaño sumiso echar leña a la hoguera donde te haré morir, por haber
venido a perturbarnos. ¿Quién más digno que Tú de la hoguera? Mañana te
quemaré. Dixi.
Y entonces el inquisidor calla. Espera
unos instantes la respuesta del preso. Aquel silencio le turba. El preso le ha
oído, sin dejar de mirarle a los ojos, con una mirada fija y dulce, decidido
evidentemente a no contestar nada. El anciano hubiera querido oír de sus labios
una palabra, aunque hubiera sido la más amarga, la más terrible. Y he aquí que entonces
el preso se le acerca en silencio y da un beso en sus labios exangües de
nonagenario. ¡A eso se reduce su respuesta! El anciano se estremece, sus labios
tiemblan; se dirige a la puerta, la abre y dice: “¡Vete y no vuelvas nunca… ,
nunca! Y le deja salir hacia las tinieblas de la ciudad”. El preso se aleja…….
Equipo de Redacción Revista BIOSOPHIA
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