Luces y sombras de un pontificado
Recién fallecido Juan Pablo II, el autor de este artículo,Koldo Aldai, redactó el texto que a continuación se muestra referido exclusivamente al pontificado del mismo, cuando todavía no había sido nombrado el siguiente y actual papa, Benedicto XVI, de cuya figura y significación se referirá oportunamente en un futuro artículo.
Nunca sabremos si olvidamos lo suficiente. El pasado sábado 2 de Abril a la noche, ante tantos y tan bellos ojos mojados de emoción por la muerte de Juan Pablo II que se sucedían en la pantalla del televisor, uno luchaba por olvidar muchas cosas. Uno trataba de arrinconar en la memoria la comunión a Videla y Pinochet, la reprensión pública y suspensión “a divinis” de Ernesto Cardenal; olvidar el olvido vaticano del sacrificio del obispo Romero, las puertas cerradas a Samuel Ruiz, obispo de Chipas.
Para sumarse a ese tributo mundial al último Papa era preciso pasar por alto los “tiempos recios” con que hubiera calificado Teresa de Ávila la involución de la Iglesia bajo su mandato, la infidelidad al espíritu del Concilio Vaticano II, la desactivación de la línea renovadora surgida entonces. Era preciso no calentar en la memoria ese “invierno eclesial” (K. Rahner), saltar ese parón de más de dos décadas en la historia de la cristiandad.
“Quien esté libre de mácula, que tire la primera piedra”. La vida es constante ejercicio de olvidos, por eso era necesario relegar en la mente el bloqueo papal de las reformas imprescindibles, el afán de hacer entrar en el redil del catolicismo romano a toda disidencia, de ahogar toda voz o iniciativa no afín con la ortodoxia, proveniente ya de las universidades, ya de las órdenes religiosas, ya de otros continentes…
Para sumarse a esa conmoción y vigilia planetaria había que desacordarse de las finanzas oscuras de Marzinkus, del silencioso golpe de estado del Opus, de su promoción indisimulada en detrimento de la Compañía de Jesús, cuya cúpula fue decapitada y sus filas purgadas; desacordarse de la entrega a esta “prelatura personal” de los cargos claves en el Vaticano.
Larga lista de necesarios olvidos se amontonaban en ese sábado de luto planetario: la persecución de los teólogos sudamericanos de la liberación, la prohibición de la enseñanza a Hans Kung por poner en duda la infabilidad papal, el apartamiento de tantos teólogos, la censura a tantas publicaciones, la desaprobación de tantos movimientos de base.
Para sumarse a ese clamor de adhesión multinacional había que olvidar ese peculiar “ecumenismo” mediático de Juan Pablo II, que a la hora de la verdad obligaba a pasar por el aro vaticano a los otros credos, ese pretendido diálogo que se quebraba con la proclamación de que la verdad de Jesucristo sólo reside en la Iglesia católica.
Completé mi ejercicio de olvidos y desde mi sofá, me sumé al tributo mundial. Logré brotar en mí gratitud por quien, pese a todo, levantó esos cantos y oraciones planetarios, por quien unió en el dolor y en la esperanza de la vida eterna a tantos corazones de tantas culturas y naciones diferentes.
Acallada, si quiera por un instante, la sombra, restaba toda la luz. El carisma de Juan Pablo II, su fuerza mística, entrega incondicional, servicio sostenido en toda su vida, voluntad firme, espiritualidad irradiante, maestría comunicadora, consiguieron hacer musitar en mí reconocimiento. No en vano el Papa cuyo cuerpo nos ha dejado, ha sabido concitar en torno a su persona el fervor y favor de tantos pueblos y mandatarios. Líder espiritual que ha desbordado las fronteras de la cristiandad, ha sido la voz en favor de la paz, la libertad y la justicia social respetada por los todos poderosos de la tierra.
Siempre estamos, por lo tanto, a tiempo de arrojar una mirada generosa sobre el pontificado del obispo polaco. Mas una cosa es la “vista gorda” en la hora de la mal llamada muerte y otra blanquear la historia. Una cosa es aparcar por un momento la memoria ante un deceso y otra borrar los anales de un pasado que alcanza el propio presente. Si lo borramos no lo podremos enmendar y es preciso abrir las puertas al mañana.
No podemos hacer “tabla rasa”, pues la historia sigue para adelante y es preciso reconstruirla. El silencio garantiza la perpetuación del ayer, el prevalecimiento de la férrea curia romana, la continuidad de la corriente conservadora mayoritaria en el seno de un colegio cardenalicio depurado al máximo.
No somos quien para juzgar a una persona, se nos escapan las causas profundas que motivaron tantas actitudes y decisiones polémicas, pero sí para observar un legado, para arrojar una mirada sobre el controvertido pontificado wojtyliano. Somos día y somos noche, los grandes personajes dividen también su obra entre las luces y las sombras. Tampoco los “gigantes espirituales” escapan a la flaqueza humana. Conviene rehuir del panegírico absoluto, con la misma precaución que de la condena sin paliativos. No nos corresponde a nosotros medir el radio de la luz, de la sombra que nuestros semejantes extienden y agrandan en la medida de su responsabilidad e impronta. Nuestra mirada siempre será parcial, necesariamente miope. Concitamos aquí luces y sombras para subrayar la condición humana, tan a menudo olvidada, la complejidad de la gran figura del Papa, cuyo alma recién ha emprendido su merecido vuelo.
Podemos reunir datos, resaltar uno u otro aspecto de un testimonio de vida, mas deberemos de rehuir la nota general, la evaluación final con toda probabilidad equivocada. La justa mirada escapa a la posibilidad del hombre por más información que éste logre recabar. Por el contrario el sentimiento de supremo respeto siempre nos eleva.
¿Hasta dónde alcanza la luz y la sombra de Juan Pablo II? ¿Hasta donde no dramatizó un papel de gran conservadurismo moral en unos tiempos sin freno alguno? No somos tampoco quien para evaluarlo. El Papa Wojtyla era de una personalidad poliédrica y enigmática donde las haya, y además polaco, hijo de su tiempo, con toda la carga cultural de resistencia al progreso que ello implica.
Subrayamos algunos aspectos cuestionables en su largo papado, pues no cabe la enmienda sin previa observación y análisis. No mentaré las recurridas condenas del aborto, del divorcio, ni siquiera de los preservativos (su permisibilidad cuanto menos para frenar el SIDA sí debiera de haber sido excepción). En tiempos de decadencia ética, Juan Pablo II fue referencia de afán de pureza. Nuestro momento de enorme crisis y absoluta confusión de valores, urgía un fuerte liderazgo moral y espiritual y él no dudó en asumir ese difícil papel.
Mentaré más bien la mano de hierro en el gobierno, el pontificado absoluto, la elección de los obispos a dedo tan a menudo a espaldas o incluso en contra de las propias comunidades cristianas, la relegación de la mujer, la cruzada ante otras formas nuevas de expresión de la espiritualidad. El tan mentado ecumenismo no pasó de gestos para la galería. Hay que preguntarse, si en tiempos de la globalización y unidad en tantos terrenos de la actividad humana, los guiños a otras fes, a otros credos no fueron extremadamente tímidos, si los escasos encuentros no lo fueron con el ánimo de prevalecer sobre las otras tradiciones espirituales y religiosas. ¿Fue la cita de Asís foto o aspiración profunda.
Contenemos el aliento ante la fumata blanca que saldrá de los tejados vaticanos. Ante tan trascendente elección, sí creemos de importancia apuntar algunas grandes asignaturas pendientes, algunas cuestiones ya impostergables.
Evidentemente no podemos esperar cambios repentinos en tan magna institución, mas si graduales y en consonancia con los tiempos. Sí es el momento de pedir al próximo heredero de Pedro la democratización del cuerpo eclesial, mayor humildad en lo que a su “infalibilidad” se refiere, mayor participación de la comunidad católica en las directrices y elecciones, mayor voluntad de encuentro con las grandes religiones del planeta y los movimientos espirituales emergentes.
Por encima incluso de todas esas necesarias reformas está la devolución a la mujer del espacio negado. Una Iglesia de hombres y sin la participación directiva de la mujer, seguirá siendo para muchos de nosotros una Iglesia ajena. No habrá un sola mujer entre los 117 purpurados octogenarios que elegirán al nuevo pontífice. En ninguna otra gran institución de nuestros tiempos se observa semejante marginación. La sensibilidad y la energía femenina seguirá vetada. Absolutamente nada prescribió Jesús al respecto.
Este tan acelerado y quizás exigente repaso al magisterio de Juan Pablo II no merma agradecimiento. Toda partida merece un guiño. Con un menor o mayor acierto, con un menor o mayor personalismo que no deseamos juzgar, el Papa Wojtyla lo dió todo. Desde sus limitaciones humanas, desde el condicionamiento de la cultura y las circunstancias en las que nació y creció, se entregó por entero hasta los últimos instantes de su vida. A nosotros nos corresponde pedir por un siguiente Papa de Evangelio y sandalias (Casaldáliga), ubicado en el tercer milenio, capaz de atender a los nuevos signos de apertura, diálogo sincero y síntesis; capaz de fomentar una espiritualidad sin fronteras, basada en el amor incondicional y universal, único y excelso legado de nuestro Maestro Jesús el Cristo.
Koldo Aldai
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