«Lázaro, sal fuera»
“Había un enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de Marta y de María”. Así comienza en el Evangelio de Juan la historia del milagro de la resurrección de Lázaro.
El nombre Lázaro es la forma Helenizada del nombre Hebreo Eleazar, “Dios ha ayudado”. El nombre Lázaro aparece solamente dos veces en el Nuevo Testamento; una vez en Lucas 16, 19-31, en la parábola del hombre pobre y su destino tras la muerte (es la única vez en que en una de las parábolas de Jesús se menciona el nombre de alguien), y después en Juan 11, en el relato de la resurrección de Lázaro. Después de su resurrección, Lázaro es mencionado como participando en la comida festiva en la casa de Simón el leproso, que fue preparado por Jesús en Betania (Juan 12, 1-2 y Mateo 26, 6), donde muchos fueron no sólo por Jesús sino también para ver a Lázaro, que había despertado de entre los muertos (Juan 12, 9). Además, se informa en el Evangelio de Juan que los sumos sacerdotes decidieron, debido a la gran señal de la resurrección de Lázaro, que Jesús debía morir (Juan 11, 46-53); y quisieron matar a Lázaro también (Juan 12, 10). Sobre el posterior destino de Lázaro, el Evangelio es mudo, mientras tanto la tradición como las visiones de Catherine Emmerich coinciden en señalar que huyó, junto con sus hermanas, de las primeras persecuciones de Cristianos en Palestina hacia Gaul (Marsella).
San Epifanio dice que según la tradición, Lázaro tenía 30 años cuando resucitó de la muerte. Después vivió otros treinta años. En lo relativo a su muerte hay dos tradiciones en conflicto: la versión griega según la cual Lázaro murió en Chipre, y la tradición folclórica general de Provenza de que después de haber proclamado su Evangelio en aquella tierra (junto con sus hermanas, José de Arimatea y otros discípulos de Cristo), murió como un mártir a una edad avanzada en Marsella. Debería añadirse que Anne Catherine Emmerich, cuyas visiones dan un informe muy detallado sobre la vida y hechos de Lázaro, tanto antes como después de su resurrección, le menciona como el “primer obispo de Marsella”, pero no dice nada sobre su muerte.
Lázaro, a quien incluso los modestos relatos de Anne Catherine Emmerich describen como una “personalidad muy misteriosa”, ni perteneció al círculo de los doce discípulos que acompañaron a Jesús, ni al círculo más amplio de los setenta discípulos; pero ocupó una posición especial en relación con el Maestro y los apóstoles. Esta posición especial fue similar a la de Nicodemo, José de Arimatea y Natanael, que aunque estaban en intimidad espiritual con el Maestro, permanecían distanciados de sus seguidores. Aunque no se quedaron aparte como observadores, sino como amigos. Por tanto, Jesús dijo a sus discípulos: “Nuestro amigo Lázaro duerme” (Juan 12, 11)
El mensaje que las hermanas Marta y María enviaron al Maestro sobre la enfermedad de Lázaro fue: “¡Mira Señor! Aquel a quien tú amas yace enfermo”. El verbo griego phileo, que tiene la misma raíz que la palabra philos (amigo), significa “gustar, amar, mostrar amor por, estar satisfecho, mostrar placer, estar bien dispuesto hacia”. El Evangelio mismo dice respecto a la relación de Jesús con Lázaro y sus hermanas: “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Juan 12, 5). La palabra agapao significa “amar, reverenciar, honrar” y también “perdonar a alguien”. Así agapao significa un sentimiento más profundo e intenso que el que indica la palabra phileo. La última implica una disposición amistosa, mientras que la primera significa por encima de la última una apreciación amorosa.
Lázaro y sus dos hermanas en Betania eran por tanto personas que estaban en relación especialmente amistosa con Jesús. Pertenecían al círculo de “amigos” o “colaboradores” que existía junto al círculo de los apóstoles y el de los discípulos. La gente que pertenecía a este especial círculo era de las que participaban ayudando y apoyando la labor de Jesucristo como Maestro, Sanador y Redentor, ya fuera como “precursores” (por ejemplo Juan el Bautista) o como “guardianes adoptivos” (por ejemplo José el padre adoptivo), o como “vínculos conectores” con las diversas corrientes espirituales del momento, por encima de todo con las escuelas tradicionales de Palestina (por ejemplo Natanael, Nicodemo, y José de Arimatea). Es característico de todos ellos que eran en cierto sentido “conocedores”, es decir, ellos esperaban conscientemente la venida del Mesías y reconocieron conscientemente a Aquel que había venido. En el caso de Juan el Bautista esto es obvio. Pero también las conversaciones entre Jesús y Marta justo antes de que Jesús entrara en Betania (Juan 11, 21-27) muestran que Marta había reconocido a Aquel que había venido. Pues ella dice: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo”. Marta no dice que ahora le ha reconocido y cree que Jesús es Cristo, sino que dice que ella “ha creído” que lo es. La confesión de Pedro, que le vino como una revelación repentina, había sido llevada como una convicción por Marta durante un período más largo: “Había creído”, dijo ella.
María, la otra hermana, “que había ungido al Señor con aceite y secado sus pies con su cabello”, le recibió en Betania con las palabras: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”, en cuyas palabras hablan la certeza y seguridad del conocimiento, yendo más allá de una mera suposición.
Las dos hermanas pertenecían al círculo de “amigos” o “colaboradores” no sólo porque eran personas que comprendían, sino porque ellas mismas se habían puesto al servicio del Señor. Marta (su nombre significa “señora” en el sentido de la “señora de la casa”) asumió la tarea de ofrecer hospitalidad, en el nombre de la humanidad terrenal, a Aquel que Provenía de los cielos, aquella hospitalidad que se le negó en Belén en el momento de su nacimiento. Ella se ocupó de recibir y acomodar al Señor y a sus a menudo numerosos discípulos, no sólo en su casa de Betania, sino también en varios lugares que Jesús visitó con sus discípulos en su deambular. Ella organizaba con anticipación los viajes del Maestro y sus discípulos, al preparar casas de huéspedes y posadas para los caminantes y asumiendo ella misma el coste de su alojamiento. Esto posibilitó a Jesús moverse por el país sin depender de la buena o mala voluntad de la gente de cada lugar. Gracias a la bondadosa ayuda de Marta, pudo dedicarse por entero a su obra y estar liberado de las preocupaciones cotidianas.
El servicio que le rindió María era de una clase completamente distinto y a un nivel diferente. Si Marta se ocupó de lo necesario en un sentido externo, fue María quien hizo lo que en sentido externo era “innecesario”, pero en sentido interno fue inmensamente valioso, ella le rodeó de calor anímico. El valioso ungüento aromático con el que le ungió, y secarle los pies con su cabello fueron, por supuesto, completamente innecesarios –cosa que Judas señaló- pero eran cosas que ofrendaron calor humano a Aquel que había venido a morir en
Y según el Evangelio de Mateo, Jesús dijo: “Y al derramar ella este ungüento sobre mi cuerpo, en vista de mi sepultura lo ha hecho. Yo os aseguro: dondequiera que se proclame esta Buena Nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que ella ha hecho para memoria suya.” (Mateo 26, 12-13)
Ahora bien, si Marta era una amiga y colaboradora de Jesús en la esfera de sus actividades exteriores, y María aportaba calor anímico al frío momento de su Pasión, ¿en qué consistía el servicio de Lázaro? ¿Cómo se distinguió Lázaro como amigo y colaborador?
Lázaro fue el amigo espiritual de Jesús, del mismo modo que María fue una amiga en la esfera del alma y Marta en la esfera de los sucesos externos y la vida diaria. Y el servicio que Lázaro rindió a Jesús fue de naturaleza espiritual. Esto es decir que tomó parte en el núcleo más esencial del trabajo de Cristo: su muerte y resurrección. La participación de Lázaro en el trabajo y el camino de Jesucristo fue más allá de la mera aceptación creyente y comprensiva; llegó tan lejos como para realmente atravesar una experiencia que no fue, por supuesto, idéntica, sino análoga a la experiencia de la muerte, el enterramiento y la resurrección que Cristo sobrellevó. Pues cuando los futuros apóstoles se quedaron perplejos ante el enigma de las palabras de Cristo: “Dentro de poco ya no me veréis, y dentro de poco, me volveréis a ver… me voy al Padre” (Juan 16, 17), hubo uno que sabía por propia experiencia el ir y volver, y por tanto estaba en posición de comprender el misterio del Camino,
Otro intento mucho más fructífero para permitir que la lógica del Logos se reflejara en la consciencia humana fue el del trabajo espiritual de Rudolf Steiner, el fundador de
Desgraciadamente, sin embargo, por razones en las que no necesitamos entrar aquí, sucedió que Rudolf Steiner dio a su trabajo la forma de una ciencia, llamada “ciencia espiritual”. De ese modo el tercer aspecto de la trinidad indivisible del Camino,
Sea como sea, es un hecho inherente a la historia espiritual de la humanidad –y no sólo en los siglos XIX y XX- que siempre ha existido (y aún existe) un esfuerzo de seguir, de conocer y de vivir el Camino,
La búsqueda del Grial, convertida ahora en leyenda –junto con el Rosacrucianismo, que está rodeado de un bosque de simbolismo- atestiguan que siempre ha existido un esfuerzo por una participación consciente en la lógica del Logos, una búsqueda de la iniciación Cristiana. Y fue Lázaro, el amigo especial de Jesucristo, quien fue llamado a ser el primer iniciado Cristiano, estableciendo de ese modo los cimientos y formando el punto de partida de la historia completa de la iniciación Cristiana.
Por tanto la enfermedad de Lázaro, de la que sus hermanas enviaron noticias al Maestro, no era una enfermedad ordinaria que condujera a la muerte, sino una enfermedad “para
La ley de gravitación formulada en física por Isaac Newton también tiene su contraparte anímico-espiritual en la vida interior del hombre, que se sitúa en equilibrio entre los campos gravitacionales celestial y terrenal. Ambas fuerzas de atracción alcanzan la vida interior del hombre, donde actúan como impulsos o anhelos. Goethe señala este hecho al dejar que Fausto diga a Wagner:
Tú no tienes idea sino de una sola aspiración.
¡Ah! ¡No aprendas jamás a conocer la otra!
Dos almas residen ¡ay! en mi pecho.
Una de ellas pugna por separarse de la otra;
la una, mediante órganos tenaces,
se aferra al mundo en un rudo deleite amoroso;
la otra se eleva violenta del polvo
hacia las regiones de sublimes antepasados.
La profundidad del psicoanálisis de Sigmund Freud condujo al descubrimiento de la primera aspiración, la del “rudo deleite amoroso”, que se aferra al mundo “mediante órganos tenaces”, y el psicoanálisis profundo y la experiencia psicoterapéutica de Carl Gustav Jung lo complementó al descubrir el segundo anhelo que “se eleva violento del polvo, hacia las regiones de sublimes antepasados”. Freud llamó libido al anhelo fundamental que descubrió e investigó, mientras Jung describió el poder de atracción de los “sublimes antepasados” como “arquetipos”.
Gautama Buda, el fundador histórico del Budismo, en su profundo análisis de la existencia humana, describió el anhelo básico que encadena a los hombres al mundo de apariencias –y que mantiene así a los seres humanos vivos- como el “anhelo por la vida” (tanha), estableciendo por encima y contra este, el anhelo por la liberación. Cuando este último –a través de la meditación, la auto-disciplina y la renuncia- obtiene un día preponderancia, se convierte en una corriente que fluye, como si dijéramos, de sí mismo, y conduce a la liberación en el estado de nirvana. Alguien que haya obtenido el autocontrol es llamado strotapatti (“aquel que ha entrado en la corriente”). Para él ya no hay vuelta atrás; la corriente le lleva irresistiblemente en una dirección. Pues ha entrado en un reino en que las fuerzas celestiales de atracción predominan y la gravedad terrestre actúa en el cada vez con mayor debilidad.
La realidad de la existencia de “las fuerzas celestiales de atracción” se revela no sólo en el Budismo e Hinduismo, sino también en el Cristianismo. Los anacoretas del desierto egipcio (por ejemplo San Antonio y San Pablo el Ermitaño) no fueron hombres que huyeran del mundo, sino que más bien vivían para el Cielo. No se oponían al mundo, pero deseaban tanto el Cielo que buscaron una forma de vida –y la encontraron- que era adecuada a su nivel de actuación por el campo de gravitación celeste. Así nos enfrentamos con el extraordinario fenómeno de que mientras algunos hombres fundaron y construyeron ciudades, otros por el contrario las abandonaron y se retiraron a la soledad del desierto. Ni los primeros ni los segundos actuaron según un programa planificado; no podían hacer otra cosa, porque estaban situados en “campos de gravitación” contrarios.
Ahora bien, lo que le sucedió a Lázaro fue una conversión radical del campo gravitacional terrestre al celeste. Su enfermedad residía en el hecho de que el largo proceso de conversión que lleva décadas, que experimentaron los padres del desierto, se acortó en su caso a unas pocas semanas y días. El proceso de conversión fue así consecuentemente intenso. La intensidad fue tan grande que el cuerpo no pudo aguantarlo; fue así abrumado por la medida de espiritualidad a la que se tenía que convertir. Sucumbió. Así sucedió que Lázaro murió. Ahora bien, la dirección de la corriente provocada por la atracción de la gravitación celeste, es opuesta a la de la atracción terrestre. Pues si la corriente que vive en los hombres como el anhelo de aferrarse a este mundo “en un rudo deleite amoroso” es dirigida hacia el futuro, esto es, en la dirección de los hijos y los nietos, entonces la corriente que vive en los hombres que “se eleva violenta del polvo hacia las regiones de sublimes antepasados” es dirigida hacia el pasado, es decir, hacia las alturas y los ancestros.
Esto se muestra, también, en la gradual conversión que sucede casi naturalmente en el curso del envejecimiento de la vida humana; de un interés en el futuro se pasa a la preocupación sobre el pasado. La gente anciana se vuelve gradualmente más y más a apreciar y contemplar el pasado, mientras que el presente y el futuro pierden gradualmente color e importancia, como si se hicieran cada vez más abstractos. De ese modo tiene lugar también una cierta transformación del pasado. Ya no aparece simplemente como una memoria factual, sino que en la medida en que se transforma aparece en cierta medida idealizada y transfigurada, de tal modo que lo que fue caprichoso, superficial e insignificante es enormemente eclipsado por los aspectos esenciales, más profundos y más significativos del destino de la vida y de la bondad y sabiduría humanas. En otras palabras, el pasado es visto más bajo una luz celestial que bajo la luz de los hechos terrenales. Aparece transfigurado. ¡Y pobre de aquel que molesta a una persona anciana dedicada a reevaluar devotamente el pasado a la luz de la iluminación celestial, al tratar de despertarla a la “realidad de los hechos desnudos”! Pues igual que alguien que despoja a un niño de su mundo lleno de luz merece que se le cuelgue una rueda de molino al cuello y ser arrojado al mar, merece el mismo destino aquel que se atreve a explicar a un anciano lo absurdo de su mundo lleno de luz. En ambos casos es cuestión de preservar y admitir la validez de la misma luz; el niño aún tiene sus ojos llenos de la luz celestial, mientras que la persona anciana ya los tiene llenos de la misma luz. Huelga decir que aquí no nos referimos ni a los síntomas de la esclerosis de los ancianos, ni a los del desarrollo disminuido del niño (tales como el Mongolismo), pues ambas son enfermedades anormales, y ninguna puede pasar por síntomas “naturales” de la juventud o de la senectud.
La “corriente de muerte”, que fluye en dirección contraria a la corriente de vida orientada hacia el futuro, comienza a ser ya perceptible en la segunda mitad de la vida humana ordinaria. Comienza al principio de una manera delicada e íntima, pero su intensidad aumenta con el tiempo. No es por tanto difícil comprender que la dirección tomada en la ancianidad (que se hace cada vez más definida a medida que el curso de la vida se acerca cada vez más a la muerte) predomina también después de la muerte. El alma humana liberada del cuerpo, que en la ancianidad se ha apartado del futuro para dirigirse al pasado, aparece en el mundo espiritual del mismo modo impregnada con un impulso dinámico hacia el pasado distante, mientras el alma de un niño recién nacido aparece en
Así pues no fue Adán y su paradisíaco estado el que el alma del pueblo Israelita anhelaba, pues fue Adán la causa del origen del alejamiento de Dios y la historia de
Esta actitud hacia Abraham explica también, cómo surgió la ira de los espectadores Judíos que lanzaron piedras a Jesucristo, cuando pronunció las palabras que significaban un punto de inflexión en el destino de la humanidad, en la vida y la muerte de la humanidad: “Antes de que Abraham existiera, Yo Soy” (Juan 8, 58).
Estas palabras significan un punto de inflexión en el destino de la humanidad –tanto sobre
Y como la historia de “Lázaro el mendigo” que fue conducido por ángeles al “seno de Abraham” significó para la humanidad pre-Cristiana el punto culminante del sendero de destino tras la muerte, del mismo modo el relato del séptimo milagro en el Evangelio de Juan relativo a la enfermedad, muerte y resurrección de Lázaro, el amigo espiritual de Jesucristo, es el punto culminante del sendero de destino tras la muerte para la humanidad Cristiana. Pues el camino tomado por Lázaro tras su muerte en Betania fue determinado por el poder de atracción –o el anhelo- el origen intemporal, donde el Verbo divino nace eternamente del Padre, es decir, del seno del Padre. El comienzo primordial en la eternidad, sin embargo, es el eterno primer Día de
Esto es lo que tuvo lugar por encima y más allá del umbral de la muerte. ¿Qué sucedió por debajo de este lado del umbral de la muerte?
Para decirlo brevemente: allí tuvo lugar un “preludio” de la resurrección, es decir, un proceso parcial de resurrección que tuvo lugar y cobijo dentro del cuerpo existente. Pues el alma de Lázaro no regresó al antiguo cuerpo, que mientras tanto se había convertido en un cadáver, con un sistema nervioso que se había vuelto inútil. Regresó a un cuerpo renovado, cuya organización interna –necesaria para reflejar la vida del alma y del espíritu- se había creado de nuevo. Aquello, que en la organización interna del cuerpo había sido parcial o totalmente destruido, se formó de nuevo en materia orgánica a través de una “densificación” de la voluntad. Fue un preludio a la resurrección en la medida en que ocurrió allí una manifestación parcial del mismo proceso fundamental que tuvo lugar en el caso del Resucitado, cuando se apareció, habló, comió, tocó y fue tocado. Sólo en el Resucitado se transformó el cuerpo entero en la voluntad y la vida, mientras que en Lázaro esta transformación se limitó al alma y a la organización corporal interna relacionada con el espíritu. El cuerpo nuevo, renovado, de Lázaro era por tanto una unión del antiguo cuerpo heredado con el nuevo cuerpo de resurrección actuando en él. El último, que se manifestó principalmente por medio de un sistema nervioso renovado y de una sangre revitalizada, significó al mismo tiempo la curación de la enfermedad de Lázaro, o la incapacidad de su cuerpo de tratar con la intensidad de la espiritualidad que le sobrecogía. Pues ahora la organización interna de su cuerpo renovado era el reflejo condensado de esta espiritualidad misma. Se eliminó así el cisma entre la espiritualidad y su reflejo corporal. Lázaro no sólo había resucitado, también se había curado.
El Evangelio aporta una clara indicación de que tuvo lugar tanto una revivificación así como una resurrección, en la resurrección de Lázaro. Puede verse en la conversación entre Jesucristo y Marta, que tuvo lugar antes de la llegada de Jesús al sepulcro de Lázaro. Marta dijo: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”, Jesús la dijo: “Tu hermano resucitará”, Marta le dijo: “Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día”, Jesús le respondió: “Yo soy la resurrección y la vida, aquel que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive, y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?” (Juan 11, 21-26).
Entonces se cumplió el milagro, que fue el reflejo en el mundo temporal del eterno primer Día de
Sea como sea, se ha de tratar de contemplar el milagro mismo de la resurrección de Lázaro en un nivel que sea merecedor de ello.
La resurrección de Lázaro fue el resultado de la cooperación de la humanidad más pura y profunda con la más elevada y omniabarcante divinidad. Tuvo lugar entre la eterna respiración del primer día de la creación (cuando el aliento divino –ruach elohim– se movía sobre la faz de las aguas) y la respiración de una humanidad humildemente doliente (es decir, que lloraba). “Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó, y dijo: ‘¿Dónde lo habéis puesto?’ Le respondieron: ‘Señor, ven y lo verás’. Jesús derramó lágrimas. Los judíos entonces decían: ‘Mirad cómo lo quería’… Entonces Jesús se conmovió de nuevo en su interior y fue al sepulcro. Era una cueva, y tenía puesta encima una piedra.” (Juan 11, 33-38).
Las lágrimas tienen un poder y significado espiritual, mágico. Goethe indica esto dejando que Fausto diga: “¡Mis lágrimas fluyen,
Allí existe ciertamente un arco iris completo de lágrimas, lágrimas de gratitud, de admiración, de compasión, de sufrimiento, de gozo y de pena… pero su característica es siempre (ya expresen un exceso de penurias o un exceso de gracia) que son las portadoras de una humildad capaz de reflejar la luz. El ojo del orgullo está siempre seco. Aquel que llora también se arrodilla. Y aquel que se arrodilla llora interiormente. Y arrodillarse significa un acercamiento interno a
Esas lágrimas tienen un poder y una capacidad purificadora, rejuvenecedora y portadora de luz, esto lo conocían los Maestros de la vida espiritual; los ermitaños, monjes, y los miembros de órdenes espirituales en el pasado. Ellos estimaban enormemente el “don de lágrimas”, y a menudo rogaban por este don. Para ellos significaba la respiración del espíritu móvil y la movilidad del alma como una imagen del reflejo del primer Día de
Jesús lloró. Entonces el arco iris del Espíritu Santo surgió por encima de la multitud en llanto. Y algunos de ellos dijeron: “Este, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que este no muriera?” Sin embargo otros dijeron: “¡Mirad, cómo le quería!” Entonces Jesús, profundamente conmovido de nuevo, se acercó a la tumba. La multitud le siguió. Allí estaba el arco iris del Espíritu Santo sobre la oscura grieta de la tumba, sobre la que se había puesto una piedra. A su orden quitaron la piedra.
Acto seguido el Hijo-hecho-carne levantó sus ojos al Padre celestial y le dio las gracias por haberle escuchado. Entonces gritó con una fuerte voz, que condensó el arco iris del Espíritu en relámpago, portando dentro de sí el trueno del Padre: “¡Lázaro, sal fuera!”, y aquel que estaba muerto salió, atado de pies y manos con vendas, y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dijo: Desatadlo y dejadlo andar.
Y así sucedió, que el alma de Lázaro, llamada desde el Seno del Padre por el Verbo del Hijo, volvió a través del portal del arco iris del Espíritu Santo al reino de la vida terrenal. En Cristo había muerto, del Padre había nacido, y a través del Espíritu Santo fue llevado a la nueva vida. Las tres líneas del verso Rosacruz –Ex Deo nascimur; In Christo morimur; Per Spiritum Sanctum reviviscimur– toman su poder y su substancia del Misterio de
Valentin Tomberg
Traducido por Luis Javier Jiménez
Equipo Redacción Revista BIOSOPHIA
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