El hombre a la luz del ocultismo, la teosofía y la filosofía
GA 137 – Conferencia IV
Cristianía, 6 de junio de 1912
Mis queridos amigos.
Hemos de dar considerar ahora la tercera experiencia en el mundo suprasensible, la consciencia que domina allí. Pero antes de poder hacerlo, debemos primero tomar conocimiento de algo que todos poseen pero que no todos se toman la molestia de observar, esto es, la consciencia ordinaria de este mundo, la consciencia que está centrada en el hecho de que el hombre se hace consciente de su ego, se hace consciente de sí mismo como un ser auto-existente que tiene conocimiento de los objetos y seres que le rodean.
Esta consciencia es un elemento en nuestra vida que tenemos que examinar con particular cuidado y exactitud, cuando estamos considerando el ocultismo. Pues es cierto decir que esta consciencia, que podemos llamar una consciencia del yo, es para el ocultista ese elemento en su vida que tiene el mayor peligro de perder cuando pasa a los mundos suprasensibles. Un hombre que quiere penetrar en los mundos suprasensibles ha de ejercitar la precaución extrema en relación con esto, ya que la pérdida de esta consciencia del yo, su cese y supresión, ¡es tan peligrosa como necesaria! Aquí, como ven ustedes, hemos llegado a una contradicción, pero ya les he dicho lo inevitables que son las contradicciones en este reino.
Si reflexionan un poco sobre la consciencia del yo, verán que es realmente la base de su existencia en ustedes mismos a través del hecho de que tienen una consciencia del yo, ustedes están auto-contenidos en su alma. Cuando ustedes no utilizan sus sentidos, entonces, excepto cuando están dormidos, ustedes deben siempre estar como si estuvieran en su consciencia junto con ustedes mismos. La consciencia sólo se hunde en la oscuridad cuando caen dormidos.
Ahora no requiere mucho pensamiento percibir que lo que estamos acostumbrados a llamar lo Divino, o el Fundamento Uno e indiviso de los Mundos, no puede contarse como formando parte de esta consciencia, pues el hombre pierde su consciencia todas las noches cuando se va a dormir y se encuentra el contenido de ella de nuevo cada mañana. Todo lo que tiene en ella por la noche cuando cae dormido permanece, y es capaz al despertarse de retomar de nuevo los hilos de su vida interior donde los dejó cuando se durmió. Todo ha quedado como estaba, sólo que el hombre no ha tenido conocimiento de sí mismo mientras dormía. El Fundamento Divino del Mundo que lo mantiene todo debe, por tanto, mantener también la consciencia del hombre mientras duerme. Debe vigilar la naturaleza del hombre, cuando está despierto y cuando está dormido.
De todo esto se hará evidente que el hombre debe necesariamente pensar en el Fundamento Divino de los Mundos como algo exterior a la consciencia de la Tierra dentro de la cual permanece él mismo. Consecuentemente el hombre no puede por medio de su propia consciencia tener ningún conocimiento en absoluto del Fundamento de los Mundos. Esto naturalmente siempre ha significado que como con la consciencia ordinaria terrestre el hombre es capaz de aproximarse por sus propios esfuerzos a las cosas que pertenecen al Fundamento de los Mundos, estas cosas han tenido que venirle por medio de lo que se llama “revelación”. Las revelaciones, y particularmente las revelaciones de la religión, le han sido dadas siempre al hombre, por la simple razón de que no puede encontrarlas dentro de su propia consciencia, en la medida en que es la consciencia terrestre. Si quiere establecer una relación con el Fundamento de los Mundos, si quiere informarse sobre la naturaleza y el ser del Fundamento original y del Fundamento de la existencia, debe recibir una revelación. Y la revelación ha venido, como sabemos, una y otra vez, a través de la evolución de la humanidad. Cuando nos remontamos a los remotos tiempos pre-Cristianos, encontramos muchos maestros religiosos, tales como, por ejemplo, los que fueron llamados en el idioma del Buda, los Bodhisattvas; otros pueblos les conocieron por otros nombres. Estos grandes maestros vinieron entre los hombres y les comunicaron lo que los hombres eran incapaces de descubrir por medio de su consciencia terrestre.
Aquí puede plantearse la pregunta: ¿cómo obtuvieron estos maestros religiosos el conocimiento de las cosas que reside detrás de la consciencia humana? Ustedes saben muy bien que siempre ha habido en el mundo lo que llamamos “iniciación”, y todos los grandes maestros religiosos han tenido que, o bien pasar a través de la iniciación, es decir, en último término ascender por sí mismos un sendero oculto, o bien recibir la enseñanza de iniciados que han ascendido el sendero oculto y han llegado a una comprensión de lo Divino, no con su consciencia terrestre sino con una consciencia que ha ido más allá de la consciencia terrestre.
Este fue el origen de las religiones de antaño. Todas las comunicaciones y revelaciones que los hombres recibieron en los tiempos pre-Cristianos de los grandes maestros de la humanidad vuelven en último término a tales fundadores de las religiones, iniciados que experimentaron ellos mismos en condiciones supra-físicas lo que comunicaron a la humanidad. Y en consecuencia la relación de un hombre religioso con su Dios siempre es de tal naturaleza que concibe a su Dios como un Ser fuera de su mundo, un ser que está más allá y del cual puede, mediante medios especiales, recibir una revelación.
A menos que el hombre se eleve hasta la iniciación, debe necesariamente mantener esta actitud. Debe sentirse permaneciendo aquí en la Tierra, contemplando con su consciencia las cosas de la Tierra, y recibiendo de los fundadores de la religión el conocimiento de las cosas que están fuera del mundo de los sentidos y fuera del mundo del entendimiento, en una palabra, fuera del mundo de la consciencia humana. Así es como ha sido con todas las religiones, y en cierta medida debemos decir que aún lo es. Sabemos, por ejemplo, que el Budismo se puede rastrear hasta el gran fundador Buda. Y siempre que se habla de la fundación del Budismo, siempre se afirma expresamente que el Buda logró la iniciación y la visión superior mientras estaba bajo el árbol Bodhi, que es sólo una particular manera de expresar el hecho de que el vigésimo noveno año de su vida se hizo capaz de mirar en el mundo espiritual y revelar lo que vio y aprendió.
Lo que se revelaba exactamente no tiene para nosotros una gran importancia. Variaba en consonancia con las necesidades del hombre y su capacidad de recibir. Tomen, por ejemplo, la antigua Grecia. En la medida en que la antigua Grecia recibió sus ideas religiosas a través de las enseñanzas de Pitágoras, encontramos aquí de nuevo la consciencia de que Pitágoras pasó a través de una iniciación, y consecuentemente fue capaz de bajar del mundo espiritual e incorporar a la consciencia humana lo que vio como correcto y necesario para los hombres que estaban sobre la Tierra en aquella época.
Tal, entonces, es la relación del hombre religioso con el mundo espiritual; tampoco podemos imaginarla de otro modo. El hombre y el mundo divino se confrontan el uno al otro. Ya sea que en ese mundo el hombre contemple una pluralidad de Seres o una unidad, ya sea que se enseñe el politeísmo o el monoteísmo, no necesitamos preocuparnos de ello ahora. Lo importante es que el hombre se encuentra observando el mundo espiritual, que debe serle revelado.
Esta es también la razón por la que la teología se ha propuesto no dejar lugar, en las ideas religiosas, al conocimiento que el hombre adquiere por sí mismo. Tal conocimiento sólo pudo haberse logrado al experimentar un desarrollo interior y elevarse a los mundos espirituales. Así implicaría una penetración en regiones que la teología –no la religión como tal, sino la teología- está de lo más ansiosa por evitar que tenga influencia alguna sobre las concepciones religiosas de la humanidad. De ahí el cuidado que se tiene en la teología de advertir al hombre de dos senderos erróneos que han de evitarse. Uno es el sendero que conduce a la teosofía, donde el hombre busca desarrollarse hacia arriba hasta su Dios, cuando sólo debería confrontarse ante su Dios como un hombre, y el otro, o eso dicen los teólogos, es el sendero del misticismo, aunque los mismos teólogos con no poca frecuencia hacen pequeños desvíos a las regiones tanto de la teosofía como del misticismo. Pero la gente religiosa, la gente que pura y simplemente es religiosa, ha de distinguirse no sólo de los teósofos, sino también de los místicos; pues el místico también es bastante diferente del hombre religioso. El hombre religioso es esencialmente alguien que permanece aquí sobre la Tierra y establece una relación con un Dios que está fuera de su consciencia.
Ahora hay, como ustedes saben, otras cosas en el alma de un hombre además de las que hemos tratado hoy. Hay en el alma del hombre la vida del pensamiento, que hace uso del instrumento del cerebro. En la medida en que el hombre tiene su consciencia ordinaria, tiene por supuesto también su cerebro y su mundo de pensamiento. La consciencia no puede estar allí sin ellos. Entrando en lo que podemos llamar la consciencia humana, tenemos los pensamientos, las experiencias que el hombre tiene cuando hace uso del instrumento del cerebro. Las religiones consecuentemente siempre han contenido pensamientos que emplean el instrumento del cerebro, ya que alguien que sea un revelador, un fundador de una religión, puede revestir las revelaciones divinas con formas que los hombres comprendan haciendo uso del instrumento del cerebro. La religión puede sin embargo revestirse también de ideas que hagan más bien uso del corazón. Cualquier religión particular, por tanto, puede hablar más al cerebro o más al corazón del hombre. Si hacemos una comparación entre las diversas religiones del mundo, encontramos que algunas hablan más al entendimiento, a aquellas experiencias del hombre que están relacionadas con el cerebro, mientras que otras hablan más bien a las ideas y sentimientos del corazón, apelan a la vida de la percepción interior y el sentimiento. Esta diferencia puede observarse fácilmente en las diversas religiones. Todas las religiones tienen, no obstante, esta característica en común, que el hombre mantiene intacta su consciencia del yo, sigue siendo consciente como hombre. Aquí en la Tierra actúa la consciencia del yo, y sobre ella actúa desde el exterior lo que pertenece a la naturaleza del mundo divino suprasensible.
Todo esto cambia cuando un hombre se hace místico. Pues cuando un hombre se hace místico, entonces todo lo relacionado con la consciencia ordinaria terrestre es arrojado al viento. Lo que se protege tan cuidadosamente en la religión, mientras siga siendo religión pura y simple, -esto es, que un hombre permanezca sobre sus pies y se confronte al mundo divino con plena consciencia- se viene abajo en el misticismo. Los místicos pre-Cristianos así como los Cristianos, siempre han hecho todo lo posible por hacer caer la consciencia humana. Su preocupación siempre ha sido tomar el camino ascendente hasta los mundos suprasensibles, es decir, salirse de la consciencia humana ordinaria de la Tierra, trascenderla. Esa es la característica del misticismo. Se propone superar la consciencia ordinaria y vivir su camino hacia un estado en que sobrevenga el auto-olvido. Y entonces, si el místico puede llegar tan lejos, el auto-olvido pasa a ser la aniquilación, la auto-extinción. Esencialmente los estados, arrobamientos y éxtasis místicos tienen todos ellos esto como fin, eliminar las limitaciones de la consciencia terrestre, crecer más allá de ellas a una consciencia superior.
Es difícil formarse un concepto de la naturaleza del misticismo porque se muestra de muy diferentes formas. Será bueno que en este punto consideremos algunos ejemplos individuales.
Imaginaremos que un místico, en consonancia con lo que acabo de explicarles, se siente llamado a suprimir su consciencia ordinaria del yo, echarla abajo e ir más allá de ella. Aún le quedarán por supuesto las otras experiencias del alma, las experiencias que el hombre tiene por el uso del cerebro y del corazón. El místico trata de extinguir su consciencia, pero no necesariamente extingue al mismo tiempo también las experiencias del cerebro y del corazón. Aquí se abre el camino, como ustedes ven, para muchas clases diferentes de misticismo. Consideremos qué variedades son posibles.
Un místico puede tener experiencias del cerebro y del corazón, mientras que la consciencia está extinguida. Entonces podemos decir de él que sale de sí mismo en éxtasis, pero que reconocemos de los pensamientos y sentimientos que aún tiene, que no ha destruido lo que es pensado y sentido por el uso del cerebro y el corazón. Para reconocer a místicos que puedan ser verdaderamente reconocidos en esta categoría debemos remontarnos muy atrás en la historia. Podemos encontrarlos entre aquellos que, después de la fundación del Cristianismo, se esforzaron por elevarse al Yo divino con ayuda de la filosofía de Platón, los Neoplatónicos, esto es, tales como Jámblico y Plotino. A esta clase también pertenece Scotus Erigena, y si uno no se atiene demasiado estrictamente a la definición sino que admite un místico en quien las experiencias del cerebro sobrepasan a las experiencias del corazón, entonces podemos incluir también a Meister (Maestro en alemán) Eckhart. Estos entonces formarán la categoría A; los místicos que admiten experiencias del cerebro y del corazón.
Una segunda categoría de místicos son aquellos que se aíslan no sólo de su consciencia, sino además de sus experiencias cerebrales, reteniendo sólo las ideas y conceptos que son adquiridos mediante el uso del instrumento del corazón. Generalmente encontramos que los místicos de este orden no sienten amor por nada que surja del pensamiento. Quieren excluir completamente el pensamiento así como la consciencia. Lo que el corazón puede lograr, eso es todo lo que se permitirán utilizar para su desarrollo. Tales místicos, aunque su esfuerzo sea superar la consciencia humana, salir más allá de ella en éxtasis, retienen no obstante una conexión con sus prójimos a través del hecho de que basan su relación con el mundo circundante sobre las experiencias del corazón.
Imagínense un místico de este tipo, ¡un extasiado cuyo deseo y objetivo es salirse de sí mismo, que ama estar en un estado en que está completamente libre de sí mismo! Tal místico rechazará inmediatamente todo lo que ustedes se propongan comunicarle que le requiera utilizar su cerebro. No querrá tener nada que ver con ello. Ya traten ustedes de decirle algo que concierna a los mundos superiores o al mundo de la naturaleza externa, no importa; en todo caso él contestará que no hay necesidad de saber todo eso.
Un místico que está de esta manera conectado con su entorno sólo a través de su corazón es capaz de hacer un buen servicio a la humanidad. Pero como de todas las experiencias del alma humana, él sólo deja hablar a las experiencias del corazón, no encontrará fácilmente accesibles las complicadas ideas que se adquieren en el sendero del ocultismo; ¡para recibirlas necesita en cierta medida pensar un poco!
Fue un místico de esta clase el que, cuando se le preguntó si no le gustaría tener un Libro de Salmos –pues nunca leyó las Sagradas Escrituras- contestó: “Si un hombre utiliza una vez un Libro de Salmos, pronto querrá un libro más grande, y no hay forma de saber qué más querrá cuando comience a desear el conocimiento en forma de pensamientos” El mismo místico no tuvo deseo alguno de tener pensamientos ni siquiera sobre la Naturaleza. Él solía decir: “El hombre no puede saber nada que ya no sepa”. Con esta postura alejó todo conocimiento de sí. Aquí entonces tenemos un místico con experiencias del corazón sólo, que pertenece a nuestra segunda categoría, la categoría B.
Ahora en el caso de tal místico ustedes encontrarán que hay una especie de economía de sus fuerzas anímicas en la medida en que no hace uso de su entendimiento y su poder de pensamiento, hasta cierto grado sus fuerzas anímicas son, como si dijéramos, utilizadas con moderación. La consciencia también la pone fuera de uso. Todo esto tiene un resultado interesante. Pues cuando él está en sus estados extáticos, con la consciencia humana Terrestre apagada, entonces como aún percibe a su alrededor lo que puede ver con sus ojos y escuchar con sus oídos, etc. y aún así no quiere comprender su entorno, no pensando que haya necesidad de hacerlo, tal místico tendrá grandes fuerzas de reserva que le permiten sentir aún más en la Naturaleza circundante.
Como místico, uno puede protegerse completamente de la teología; pero la Naturaleza rodea a todos los místicos. Un místico de esta clase sin embargo no tendrá nada que hacer con cualquier conocimiento aunque sea de la Naturaleza. De esta manera conserva las fuerzas que de otro modo emplearía en reflexionar con el pensamiento sobre la Naturaleza. Rechaza todo estudio de la Ciencia Natural. Pero las fuerzas del corazón, éstas las usa, y serán capaces de desarrollarse con más fuerza. Sentirá a través del instrumento del corazón todo lo que el Ser de la Naturaleza puede decirle, y lo sentirá más poderosamente que un hombre que emplea sus fuerzas anímicas en su intelecto y auto-consciencia. Consecuentemente esperaremos encontrar en un místico de esta categoría un sentimiento por la Naturaleza que es muy positivo y muy concreto. Un místico de este estilo en tiempos pasados reviste sus sentimientos por la Naturaleza en las siguientes palabras, que les leeré aquí, para que puedan ver cómo, para un místico de este tipo, la vida misma se convierte en un sentimiento por la Naturaleza.
“Oh el Más Sublime, Todopoderoso, Buen Señor Dios, a Tí
te pertenecen la alabanza, la gloria, el honor y toda bendición.
¡Alabado sea mi Señor Dios! y con todas Sus criaturas,
y especialmente nuestro hermano el Sol, que nos trae
el día y que nos trae la luz: justo es él,
y brilla con un grandísimo esplendor.
¡Oh Señor él nos indica a Tí!
Alabado sea mi Señor por nuestra hermana la Luna,
y por las estrellas, que Él ha puesto clara y amorosamente en los cielos
Alabado sea mi Señor por nuestro hermano el viento
y por el aire y las nubes, la calma y todos los climas,
mediante el que Tú mantienes la vida y todas las criaturas.
Alabado sea mi Señor por nuestra hermana el agua, que es muy
útil para nosotros, y humilde y preciosa y limpia.
Alabado sea mi Señor por nuestro hermano el fuego, a través
del cual nos diste la luz en la oscuridad; y él es
brillante y placentero y muy poderoso y fuerte.
Alabado sea mi Señor por nuestra hermana la tierra,
que nos sostiene y nos mantiene
y nos da diversos frutos y flores de muchos colores, y hierba.”
Tenemos aquí, como ustedes ven, un completo éxodo del alma de la auto-consciencia, una especie de intoxicación del corazón. Todo es sentimiento. El poema está saturado de algo que el ojo no puede percibir (pues el escritor es un místico) pero que el alma puede sentir. Observen, sin embargo, que es lo que el alma siente cuando no va tan lejos aún como para entrar en la experiencia de lo Divino en la Naturaleza. Cuando esto también se convierte en parte de la experiencia del alma, entonces puede surgir aquel sentimiento por la Naturaleza que está tan bellamente expresado por Goethe en su Fausto:
“Espíritu sublime tú me otorgaste todo cuanto te pedí.
No en vano volviste hacia mí tu faz en medio de la llama.
Me diste la espléndida Naturaleza por reino, y a la vez,
poder para sentirla y gozar de ella.
No es solo con fría admiración como me permites contemplarte,
sino que me concedes la facultad de mirar en su profundo seno
como en el pecho de un amigo.
Haces desfilar ante mí la multitud de seres vivientes,
y me enseñas a conocer mis hermanos en el
tranquilo matorral, en el aire y en el agua.”
Aquí tenemos un eco del mismo sentimiento, y su misterio se ha resuelto. Cuando miramos la figura de Fausto, podemos ver cómo esta experiencia se convierte en una parte de su vida anímica.
Volviendo al himno citado antes arriba. Es el himno de un místico en quien este aspecto de la experiencia humana eclipsa todos los demás. Está en tan íntima relación con la Naturaleza que el Sol es su hermano y la Luna es su hermana; al agua también, la llama hermana, al fuego, hermano, y a la Tierra misma, su madre. Así es como siente lo espiritual en la Naturaleza. Tienen aquí a un místico que sale más allá de la consciencia ordinaria humana, pero al mismo tiempo conserva todas aquellas experiencias del alma que se adquieren a través de la instrumentalidad del corazón. Es un místico a quien todos ustedes conocen bien, San Francisco de Asís.
En San Francisco de Asís tenemos un sorprendente ejemplo de un místico del que podemos realmente afirmar que en esta encarnación rechazó toda teología y conocimiento, incluso de las cosas suprasensibles. Por otra parte encontramos en este mismo relato que fue capaz de vivir en extraordinaria intimidad con el espíritu de la Naturaleza. Esta fue ciertamente una característica extraordinaria de su vida.
En San Francisco de Asís no tenemos meramente un vago panteísmo del espíritu, que siempre tiene una traza de afectación sobre ello. No sólo canta extasiadamente sobre un Espíritu universal de la Naturaleza; canta sobre sentimientos positivos definidos que llenan su alma cuando se encuentra con los seres de la Naturaleza, sentimientos filiales de hermana, de hermano.
Debemos ahora pasar a una tercera categoría de místicos, la clase C. Estos son místicos que se proponen experimentar el éxtasis –es decir, la pérdida u oscurecimiento de la consciencia del yo- y bajo ciertas condiciones aislar también las experiencias del alma que hacen uso del corazón, mientras por otra parte retienen los pensamientos, o experiencias, del cerebro. Tales hombres no son descritos a menudo en el lenguaje ordinario como místicos, ya que generalmente se espera de un místico que sus experiencias estén impregnadas de sentimiento. Y es fácil ver por qué. Piensen en un hombre que ha expulsado sus experiencias anímicas, toda su consciencia del yo. Esto significará que hay ausente en él aquello que la mayoría de la gente encuentra interesante en sus prójimos, es decir, la personalidad. La gente se interesa unos por otros debido su personalidad. Ahora las experiencias del corazón aún tienen demasiado personal sobre ellas –por ejemplo en San Francisco de Asís- ejercen aún una influencia tan irresistible sobre lo que es humano en nosotros, que nos mantenemos despiertos en nuestra consciencia y nos vamos con esa persona con gran interés, aunque, es cierto, no tan de buena gana con nuestra voluntad. Y eso es también bastante cierto para la vida ordinaria, especialmente en la actualidad; ¡no podemos ser todos como San Francisco de Asís! La universalidad del corazón, cuando se manifiesta como lo hizo en San Francisco, tiene una poderosa influencia sobre la gente, incluso cuando el elemento esencialmente personal está amortiguado y oscurecido. Esta supresión y extinción de la consciencia conduce por un lado, en un místico como San Francisco de Asís, como ustedes saben, a una especie de radicalismo en la vida, y por otra parte impide a la gente que le imite incluso cuando se suscita su interés. Pues por norma general la gente no está en absoluto ansiosa de salir de su consciencia, temen perder el suelo bajo sus pies.
Pero ahora consideren qué podría suceder con un místico que aleja toda consciencia personal y además toda experiencia del corazón. Tal místico no daría a los hombres sino puros pensamientos, pensamientos e ideas que hacen uso sólo del cerebro. Nadir será capaz de llevar fácilmente una vida en tal condición. Un hombre puede ser un San Francisco tanto como le guste, pues las experiencias del corazón pueden ser útiles a la humanidad en general. Pero un místico que suprime no sólo su consciencia personal del yo sino también sus experiencias del corazón y vive sólo en pensamientos –pensamientos que están vinculados al cerebro- encontrará necesario limitar su devoción a este sendero a solemnes momentos particulares de su vida. Pues la vida siempre le llama a uno de vuelta, una y otra vez, al elemento personal sobre la Tierra, y cualquiera que viviera sólo en pensamientos y utilizara sólo su cerebro no sería capaz de realizar cualquier actividad ordinaria de la Tierra. Sólo puede, por tanto, ocuparse de esta manera durante períodos de tiempo muy cortos; nadie puede usar siempre el cerebro exclusivamente más que durante algunos momentos. Y en lo que respecta a sus prójimos, y su relación con ellos, simplemente no se preocuparán de él, ¡sino que todos se alejarán corriendo de él! Pues lo que interesa a la gente por encima de todo son las experiencias personales; y estas las suprime. Y las experiencias del corazón, que actúan tan poderosamente sobre la gente, también renuncia a ellas. La consecuencia es que la gente se apartará completamente de él, no tendrán el menor deseo de acercarse a él.
El filósofo Hegel es un místico de este tipo en el verdadero sentido de la palabra. Lo que él da en su filosofía está expresamente dirigido a excluir todo punto de vista personal y también además toda experiencia del corazón. Se propone ser pura contemplación en el pensamiento y podemos por consiguiente tomar a Hegel como un eminente ejemplo de un místico con experiencias cerebrales solo. Tal hombre lleva hasta las más puras alturas etéricas del pensamiento. Mientras que en la vida ordinaria el hombre está acostumbrado sólo a tener pensamientos que están enraizados y basados en el interés personal y la auto-consciencia, estos son los pensamientos mismos que en una mística filosófica de esta naturaleza están prohibidos. Y excluye también lo que hace lo espiritual atractivo y deseable, es decir, su interacción con las experiencias del corazón. Se entrega en majestuosa resignación a seguir el curso de las experiencias del cerebro y sólo estas. De todo lo que el alma humana puede experimentar, le quedan sólo pensamientos.
Esto es de lo que tanta gente se queja de Hegel; no hay nada para recordar las experiencias del corazón, todo está expuesto única y enteramente en imágenes de pensamiento. La mayoría de la gente siente que se quedan abandonados desolados y fríos, cuando encuentran lo que aman con su corazón cristalizado en el pensamiento frío. Y la consciencia del yo, donde la personalidad está enraizada y a través de la cual el hombre no cede en la vida terrenal, Hegel la tiene sólo como pensamiento. Por supuesto dedica su consideración al yo, porque para él es el pensamiento de una experiencia particularmente importante. Esto lo hace. Pero no se queda más que en una imagen del pensamiento; para él, la personalidad humana no está avivada con aquella cualidad viviente y directa que surge de la auto-consciencia.
Aún tenemos una clase más de místico. Sería un místico que aparta las tres, la consciencia de la Tierra, las experiencias del corazón y las experiencias cerebrales. Tendríamos entonces una clase D, místicos que eliminan toda experiencia terrenal del alma. Como ustedes bien pueden imaginar, tal cosa es extraordinariamente difícil de cumplir. Para un ocultista, es bastante habitual; entraremos en ello con más profundidad en las próximas conferencias. Un ocultista se eleva a estados donde silencia todo lo que está conectado con el cerebro así como con el corazón, en la medida en que esto está compuesto de fuerzas terrestres y en la medida en que hacen uso de la consciencia. Un ocultista práctico que asciende a los mundos superiores contemplará este paso como algo obvio. Pero en este punto el ocultista comienza a vivir y experimentar en el mundo suprasensible, y durante el tiempo en que está separado de todo lo que tenga relación con el mundo que rodea al hombre sobre la Tierra, tiene a su alrededor los mundos superiores. Sale de una cosa para entrar en la otra. Un místico por otra parte que se cierra a las tres experiencias que hacen uso de los instrumentos de la Tierra, no entraría en nada que pudiera llenar su consciencia. No se adentra, por supuesto, en la nada, pues fuera de la consciencia está, como sabemos, el mundo suprasensible divino espiritual. Pero no entra en este mundo como lo hace el ocultista, a quien es revelada entonces la palabra impronunciada y la luz suprasensible; no, él suprime su consciencia, suprime todos los poderes que están en él, y sólo siente al final, después de suprimir todas estas experiencias humanas, un sentido de estar unido con todo, de estar dentro de algo.
Ahí comienza para él una experiencia que tiene la impresión, después de la extinción de la consciencia y de todas las experiencias terrenas, de un matrimonio con algo que se siente y percibe como una especie de intoxicación. El místico se une con ello en rapto y éxtasis, pero no puede hacer comunicación alguna sobre ello, porque no se experimenta de una forma definida, no tiene impresiones concretas de las que pueda hablar.
Veremos, cuando sigamos hablando más del ocultismo, en qué desesperada situación entraría un hombre que hubiera erradicado las tres clases de experiencia, las experiencias del corazón y del cerebro y la consciencia. Se convertiría en un místico que sobrellevó la llamada unión mística, pero estaba, en el éxtasis, igual que un hombre dormido, unido con lo Divino en el sueño y no sabiendo nada de ello, no teniendo siquiera un sentimiento de haber estado unido con lo Divino. Si el místico ha de retener algún grado de sentimiento vivo de su unión con lo Divino debe erradicar a cualquier precio estas diversas experiencias personales en sucesión,
Ahora, tenemos un ejemplo de tal místico, una persona que realmente holló ese sendero y en sus escritos incluso llegó tan lejos como para recomendárselo a otros. Primero, ella se esforzó con todos sus poderes para superar la personal consciencia del yo, suprimirla y extinguirla completamente. Quedaron entonces activos aún dentro de ella los poderes del corazón y del intelecto. El siguiente paso fue la conquista del poder del entendimiento. Por último, ella venció los poderes del corazón. El hecho de que los poderes del corazón fueran los que más tiempo permanecieron con ella explica la extraordinaria fuerza e intensidad con la que experimentó la entrada en el mundo que reside más allá de la consciencia. Las tres cosas fueron vencidas en este orden; primero la consciencia, después las experiencias del cerebro, y finalmente las experiencias del corazón.
Es característico que la persona que llevó a cabo esta hazaña con extraordinario orden y regularidad fuera una mujer. Como ustedes saben, estas cosas deben examinarse con bastante objetividad; y cuando se habla con teósofos no necesito tener miedo de ser malentendido cuando digo que este sendero viene con más facilidad a una mujer. Pues, como llegaremos a comprender también de otras fuentes, es una peculiaridad de la naturaleza de una mujer que es menos difícil para ella conquistarse, es decir, conquistar todas sus experiencias anímicas. La mujer cuya experiencia de misticismo siguió el sendero que hemos descrito –extinguiendo y eliminando una tras otra las experiencias relacionadas con el cerebro y el corazón, y después experimentando una unión con el Espíritu Divino que fue como un matrimonio, como un abrazo- fue Santa Teresa de Jesús.
Si estudian la vida de Santa Teresa a la luz de nuestras consideraciones de hoy, estarán preparados para admitir que sólo puede suceder en muy excepcionales casos que un místico penetre por ese sendero. Sucederá con mucha mayor frecuencia que las diversas experiencias del alma no sean superadas con una pureza y poder tan total como fue el caso de Santa Teresa, sino sólo parcialmente conquistadas, de modo que alguna parte de ellas permanezca.
Esto nos da, en realidad, tres clases más de místicos. Tenemos aquellos que pretenden vencer todas las experiencias del alma, pero en los que la experiencia vinculada al cerebro permanece inextinta. Tales místicos son por norma personas que pueden ser descritas como sabias y prácticas en el mejor sentido de la palabra, que conocen su camino por la vida, porque hacen un buen uso de su cerebro, y que, habiendo en gran medida suprimido el elemento personal, son en su carácter impersonal simpáticamente recibidos por sus prójimos.
Después están los místicos que también tratan de vencer todas sus experiencias anímicas, pero tienen sólo un éxito parcial con las del corazón. Remarquen bien la diferencia entre un místico de esta clase y un místico como San Francisco de Asís. San Francisco de Asís no hizo intento alguno de vencer las experiencias del corazón; por el contrario las retuvo completamente, y la consecuencia fue que las retuvo en perfecta salud. Eso es lo grandioso y majestuoso de San Francisco de Asís; aumentó su corazón para cubrir toda su alma. No estoy hablando de místicos de esta clase, que no se esfuerzan por vencer las experiencias del corazón. Estoy hablando de místicos que hacen grandes esfuerzos, que luchan con todas sus fuerzas en esta dirección, pero que no lo logran.
En el caso de estos místicos no encontramos esa misma maravillosa clase de matrimonio con lo suprasensible y espiritual que encontramos en Santa Teresa. Cuando un místico se ha liberado de todo lo que es personal, humano y terrenal y no obstante ha conservado aún de manera evidente las experiencias relacionadas con el corazón, entonces algo muy relacionado con la naturaleza de las limitaciones humanas interfiere en su lucha. Y puede realmente suceder que este matrimonio, este abrazo de lo Divino y lo espiritual, se haga muy parecido a los sentimientos e instintos del amor humano en la vida ordinaria.
Abundan los místicos de esta clase que, por así decirlo, aman a su Dios y su mundo divino de la misma manera que el hombre ama en la vida humana. Revisen las historias de los santos y los relatos de los monjes y monjas, y encontrarán un gran número de místicos de este tipo. Están “enamorados” de la Madonna con una pasión totalmente humana. Ella es para ellos una sustituta de una esposa humana. O de nuevo, encuentran monjas que están enamoradas del Cristo como su Novio, tienen hacia él todos los sentimientos del amor humano terrenal. Hemos alcanzado aquí un capítulo que es muy interesante desde un punto de vista psicológico –quizás más interesante que atractivo-, los místicos religiosos que se esforzaron por lo que hemos descrito pero que no fueron capaces de alcanzarlo porque la naturaleza humana les contuvo.
Encontramos místicos –tales como, por ejemplo, Santa Hildegarda- que tienen buenos y hermosos impulsos pero que también tienen una considerable medida de instinto y deseo terrenal ordinario, y esto empaña sus sentimientos y percepciones místicas. Llegan a una experiencia que es muy parecida a una experiencia erótica, llegan a una especie de erotismo místico, como lo encontrarán si estudian la historia de los místicos. Las emanaciones de sus corazones hablan de la “Novia de su alma”, o de su apasionado amor por el “Novio Jesús”, etc.
Estamos más preparados para tener paciencia con místicos de esta naturaleza, si han preservado bastante de la consciencia humana ordinaria, y son capaces por así decirlo de apartarse de su personalidad humana y considerar su propia experiencia mística. Pues, cuando hacen esto y ven que realmente no han conseguido la victoria sino que aún tienen algo muy humano en ellos, a menudo entrará en sus consciencias un rastro de humor e ironía. Esto da un toque personal a todo el asunto, y no nos disgustan tanto; comenzamos incluso a sentir un cierto interés simpático en su inalcanzada conquista de las experiencias del corazón. De otro modo le repelen a uno; todo el asunto tiene un sabor de pretensión e hipocresía. Pues el místico se propone compensar el fracaso de no poder superar lo que vive en los impulsos e instintos humanos ordinarios de una manera indirecta, mediante el ascetismo.
Si, no obstante, este rasgo de humor e ironía está presente, si la persona en cuestión tiene momentos en que usa su consciencia humana ordinaria, se vuelve hacia sí mismo y se dice la verdad desde el punto de vista humano corriente, intercalando de esta manera sus momentos místicos con momentos en que se dice a sí mismo la dura y pura verdad, entonces podemos sentir una cierta simpatía por él, como hacemos, por ejemplo, cuando estudiamos a místicos como Mechthild de Magdeburg.
Pues existe esta diferencia entre Mechthild de Magdeburg y místicos que son como ella en otros aspectos, que mientras ella también manifiesta pasión erótica por lo Divino y lo espiritual, y habla de su Amante Divino en los mismos términos en que los hombres hablan del amor humano, ella se expresa siempre con un cierto toque de humor. No utiliza un lenguaje rimbombante, sino que habla de tal manera que siempre podemos detectar un rastro de ironía en sus palabras. La diferencia es muy marcada entre una mística como Hildegarda que tampoco ha logrado vencer la consciencia personal humana, y Mechthild de Magdeburgo, que se siente apasionadamente movida cuando se acerca al límite de lo Divino, pero se expresa con honesta veracidad y no llama a aquello que aún contiene erótica pasión del corazón con el especioso nombre de “rapto religioso”, sino que lo llama muy llanamente “amor religioso”, y habla constantemente de su Amante, su Novio divino.
¡Como ustedes ven, hay todo tipo de matices de misticismo! E incluso ahora, no hemos llegado a tocar el antiguo misticismo Griego que ustedes encontrarán descrito en mi libro El Cristianismo como Hecho Místico. Tendremos que hablar de ello más tarde. Una cosa que habrán sido capaces de aprender de las clases de misticismo que hemos estudiado hoy; esto es, que el esfuerzo de todos los místicos es abrirse camino fuera y más allá de la consciencia del yo personal ordinaria, eliminar esta consciencia, pero que en realidad, si el hombre no quiere perder entonces el suelo bajo sus pies, otra consciencia debe emerger. Pertenece a la naturaleza del misticismo llegar hasta el límite de lo espiritual, experimentar lo Divino y lo Espiritual como una especie de matrimonio, pero no entrar en el mundo de lo Divino y lo Espiritual. El místico se deshace de la consciencia que requiere un objeto externo. Su esfuerzo es librarse completamente de su consciencia. Lo que el místico quiere es salirse de sí mismo. Si no obstante un hombre quiere entonces experimentar conscientemente la palabra no pronunciada y la luz no manifestada debe obviamente experimentarlas con una nueva y diferente consciencia. En otras palabras, si el místico quiere convertirse en ocultista, no debe emprender simplemente el esfuerzo negativo, sino que debe centrar su atención también en el desarrollo de una consciencia nueva y más elevada, es decir, la consciencia sin un objeto de conocimiento. Hablaremos mañana más sobre esta consciencia superior en la que los ocultistas tienen que entrar.
Rudolf Steiner
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