Altas vallas o anchos corazones
Poco frena el hierro cuando espolea el hambre. Las espinas no asustan a quienes ven dicha y prosperidad más allá de sus afiladas puntas. Todos sabemos que, a la larga, la solución no es la valla. Nunca lo fue, nunca perduraron muros o alambradas entre humanos. En la muralla china se fotografían los turistas japoneses, las piedras del muro de Berlín alcanzan buena cotización en el mercado alternativo, las aduanas de la antigua Europa son ahora jardines y museos…
Alambradas que rallen los cielos proyecta nuestro gobierno en Melilla, pero África y sus multitudes hambrientas asaltarán los propios cielos. Ya sea de tres, de seis o de nueve metros…, no hay valla infranqueable al fondo de una geografía de miseria.
No más frágiles escaleras de madera para asaltos de vida o muerte. Futuro también para los jóvenes al Sur del desierto, para que no salten verjas gigantescas, para que no les alcance la bala en el intento.
Nadie se despierte con obsesión de huida; nadie deje su aldea al alba, abandone a los suyos por un trozo de pan; a nadie le crujan los huesos tras salto en ingrato vacío.
No es cuestión de altura de vallas, sino de anchura de corazones. Urge magna cruzada contra el hambre y la pobreza, no más blindaje de nuestro privilegio, no más fusiles en la sien inocente. Urgen pozos e industrias nobles bajo el Sahara, para que nadie corra a clavar su mano en los espinos de acero.
Nadie deje su sangre en el alambrado, nadie embarranque su vida en la arena. Las playas son solaz y disfrute, no redada o cementerio. Construyamos futuro para el Norte, también para el Sur. Cesen ya los abismos sociales, las caídas igualmente mortales desde la nueva valla de seis metros… Pan y dignidad, techo y jardín, mar y playa sin cadenas por fin para todos.
…y las lecciones del verano…
El dolor humano ha llenado las cabeceras de los periódicos y medios durante el reciente verano, dolor globalizado, que desde que llegó la televisión por satélite y la era Internet, se nos antoja cada vez más cercano.
En los días pasados se ha concitado gran sufrimiento a causa del fuego, huracanes, bombas, estallidos, estampidas… Así las cosas, podemos mostrarnos ajenos, podemos blindar nuestro hogar, acorazarnos e intentar que pasen de largo todas las “embestidas”, todas las ventoleras humanas y “naturales”. También podemos armarnos de valor y esperanza y salir al paso de los grandes problemas que nos aquejan y sus causas; podemos trabajar para que el dolor, por lo menos en su actual dimensión, deje de ser.
A partir de las cenizas que ya son, a veces de forma literal, podemos pensar también en reconstruir nuestro mundo, podemos comenzar a reinventar nuestra civilización sobre otras bases diferentes, edificar entre todos una nueva sociedad más considerada con el medio, más humana y fraterna, capaz de disuadir a terroristas y huracanes, a llamaradas y desesperados.
Podemos atrincherarnos, seguir sumidos en el dolor y el desengaño o por el contrario persuadirnos de que no siempre ha de ser así. Al borde de este verano particularmente alterado y convulso, merece la pena recordar que el sufrimiento humano deriva de la trasgresión de las leyes universales, el nombre lo de menos, que bien podemos definir como de concordia y amor. Prédicas catastrofistas a un lado, los hechos nos evidencian que subvertir las leyes de armonía entre los humanos, así como de éste para con la naturaleza, comporta a la postre desorden, desastre, por ende sufrimiento.
Nuestra sociedad, pasada de tantas roscas, urge de un rearme de optimismo o lo que para muchos de nosotros es equivalente, un rearme de confianza en nosotros mismos. Pensar en definitiva que el dolor no es congénito a nuestra condición, sí a nuestras circunstancias de alejamiento de los valores genuinos y supremos de unidad y paz entre nosotros, de respeto sumo por nuestro entorno, principios eternos que fueron y serán.
Más nos vale que cuanto antes lo vuelvan a ser. El sufrimiento no es ley universal, sino consecuencia derivada de la conculcación de esa simple e inmanente ley de respeto, mutua entrega y donación. Esta ley superior está presente en todos los credos y tradiciones y ojalá más pronto que demasiado tarde, la volvamos a considerar y respetar.
Poco sabemos de civilizaciones más excelsas, lo suficiente para cerciorarnos de que pueden ser más allá del cartón piedra o la fácil pantalla; lo suficiente para convencernos de que el “otro mundo posible” puede y debe progresar, lo suficiente para proclamar con toda nuestra fe y humilde fuerza que la instauración en la tierra de la ley universal del amor, traerá una nueva era, una nueva civilización de prosperidad y dicha compartidas.
Subrayémoslo una vez más. No hablamos de amor ñoño o emocional, hablamos de servicio sacrificado, de trabajo serio y constante en pos del bien común, no del individual; hablamos de suplantación del principio de competir por el de cooperar y compartir; hablamos de respeto y cuidado de la Madre Tierra; hablamos de dibujar un horizonte colectivo, ya no más unas metas particulares en detrimento del beneficio de la comunidad… Y entonces serán la paz y el gozo globalizados, que tanto anhelamos y merecemos y entonces incluso a “Katrina” se le quitarán las ganas de devastar a su paso, a los violentos y fundamentalistas de sembrar muerte y odio en sus pagos y en urbes lejanas.
Sellemos con solidaridad real, efectiva, práctica las puertas al dolor de futuros veranos. Ensayemos ya un nuevo mundo, el viejo se desmorona sacudido por los mortales embates del egoísmo y el materialismo, en su más diversa plasmación de conductas e ideologías. Probemos ya unas rectas y armoniosas relaciones basadas en principios universales. Los viejos valores de la división humana y la devastación del medio, el viejo paradigma de confrontación, nos conducen al desastre, manifestado en sus mil y un ya familiares formas.
Aprendamos sin tanta necesidad de dolor. Trabajemos ya por arenas más blandas y cálidas, por veranos más livianos, sin tan duras lecciones. Recojamos la recompensa de una nueva conciencia tras tantas sacudidas. Gane la humanidad, ensayemos una nueva Tierra por fin para todos.
Koldo Aldai
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