Mente y Corazón
El estado humano se yergue sobre tres condicionantes: el origen de su vida, la continuidad de esa vida, y la extinción de ella. Todo está vinculado a la vida que reúne los tres condicionamientos primordiales. Otras opiniones afirman que los condicionamientos del estado humano son la vida y la mente, aunque en un sentido extensivo se puede considerar que tales cualidades son también atribuibles a las especies animales, en el bien entendido que por mente se debe implicar no sólo la inteligencia sino también la razón y hasta los componentes más elementales que permiten a los animales distinguir conductas y seleccionar distintos comportamientos en función de las reacciones del medio.
Pese a lo dicho, y entendiendo por mente todas las manifestaciones de la psique desde las más ponderadas como el movimiento lógico de la razón hasta la más simple acción por reacción, hemos elegido el estudio de la mente por lo que importa en sí misma y para reflexionar sobre ella en comparación con la inteligencia y de modo especial con la conciencia. Es una exigencia comprensible el delimitar con precisión lo que se podría designar como “función mental” en sentido muy general con residencia en el cerebro, distinguiéndola de la “función intelectiva” que reside en el corazón. Es una dicotomía que en lo que se suele llamar sophia perennis es algo bastante conocido y admitido su contenido, pero que es una expresión que suele ser atribuida a la línea de pensamiento aristotélico-tomista por los teólogos católicos como expresión exclusiva de la teología cristiana. Como quiera que esta sabiduría es bastante más antigua que la teología cristiana en sus diversas vertientes y la católica, la usaremos sabiendo lo que decimos y solicitando que en el mejor de los casos se admita como expresión de titularidad humana, sin distinciones ni exclusivismos para nadie.
En el Capítulo LXX de su obra Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, René Guénon se complace en trascribir algunos párrafos de un artículo que en el año 1926 publicó la señora Th. Darel en
Este traslado desde el cerebro al corazón del aspecto más destacado y noble de la condición humana puede resultar sorprendente para muchos y decepcionante para muchos más porque, entre otras cosas, es menester revisar ciertas verdades nacidas del sentimentalismo romántico que realiza verdaderos esfuerzos intelectuales para sostener que los sentimientos se acunan en el corazón y de entre ellos, el amor, como el más importante para las relaciones humanas y los signos de solidaridad. Nadie ha podido demostrar con auxilio de las ciencias particulares que sea el corazón la residencia de tales sentimientos y en general de todos los que el ser humano sea capaz de experimentar. Tampoco ha sido demostrado por trabajos intelectuales que al menos den paso a la posibilidad de una discusión abierta a ese respecto. Sin embargo, en el día de los enamorados se sigue echando mano a los corazones atravesados por las fechas de Cupido. Son los mitos indestructibles que pese a su falsedad se resisten a ser derrumbados por la sensatez, ya que en tal caso es ocioso pensar en una evidencia intelectual.
Del mismo modo que el corazón se agita frente a ciertos episodios de la vida, también el cerebro se ofusca y termina con los consabidos “dolores de cabeza” ante situaciones comprometidas de la vida cotidiana y ni en un caso ni en el otro, tales reacciones puramente fisiológicas deben servir para definir de modo irrebatible lo que reside en el corazón y lo que en el cerebro. Un arrebato es capaz de producir un infarto, y no por ello afirmaríamos que tales sensaciones se producen en el corazón si la causa del arrebato fuera la ruptura de una relación amorosa, por ejemplo. A veces el arrebato produce una embolia cerebral lo que permitiría afirmar que tales efectos no son propios del corazón sino del cerebro. Como se advierte, ni en un caso ni en el otro se puede dar una regla inflexible porque no es hasta hoy demostrable que los sentimientos, incluyendo el amor, tienen su residencia en el corazón. Cuando decimos “indemostrable” nos referimos a los métodos de las ciencias físicas y no a la metafísica.
La mente del hombre en su complejidad es capaz de discurrir, discernir y realizar operaciones lógicas de la razón mediante los mecanismos secretos de
Sin embargo, con estos resultados de la razón, el hombre sólo conoce la realidad que lo rodea, la de su mundo que, según hemos venido recalcando desde las primeras líneas hasta ahora, se trata de una realidad relativa mas, aunque se negara la existencia de la metafísica advaita o admitiéndola se negara su validez, seguiríamos preconizando la misma idea: con la razón no se llega al descubrimiento de los universales; Dios, por ejemplo, lo Absoluto, lo Eterno, lo Infinito… Para ello es preciso algo más que razón y lógica. Se precisa un movimiento espiritual e íntimo que abra las puertas del ser y dirija desde el corazón sus funciones exclusivas, intelectuales de carácter intuitivo o las vivenciales que permitan a ese ser remontar el vuelo hacia los estados superiores donde su individualidad, apartada del mundo contingente, inquieto y diferenciado, se confunda con la placidez de la indiferenciación donde las formas se borran para encender la luz de
Se equivoca quien supone que la unión con el Absoluto consiste en una reunión multitudinaria de almas perfectamente diferenciadas por los caracteres de sus individualidades, porque tal unión es una experiencia entre el ser individual y Dios, donde nada más hay y nada queda fuera. Una soledad apetecida como espacio inmenso destinado al “descanso” que demanda una pasada existencia aprisionada por las urgencias vitales. Algo similar “al merecido descanso” que nos proporciona el sueño profundo, durante el que desaparecen todas las cosas, pasiones, placeres y sufrimientos y que nos es requerido como una necesidad imperiosa. El ser humano muere antes por la falta de sueño que por hambre. El ayuno de alimentos puede mantenernos vivos mucho más tiempo que el ayuno de sueño.
Los cristianos resolvieron el problema con sencillez y acierto. Si tomamos en cuenta el icono oficial del Sagrado Corazón de Jesús, se advierte que las gotas (generalente tres) que salpican desde su corazón son tres yod o iod, que es la décima letra del alephbeto hebreo que, por lo demás, es una letra sagrada pues por partida doble (arriba y abajo) rodea a la letra vav o wav, la sexta del alphbeto, y las tres dibujan la primera letra aleph, que es la más sagrada y cuyo valor es 26: diez cada iod, y seis la vav. En el icono del Sagrado Corazón está representado con cierto disimulo le percepción sagrada de la tradición hebrea lo que, por otra parte, nada tiene de extraño si consideramos que Jesús nació judío y a los ocho días de nacer, como mandan los cánones de esa religión, fue circuncidado (Lucas, II, 21 y ss.) . Ese corazón es también una analogía y por lo tanto una representación inversa de la cueva o gruta donde se llevan a cabo las oblaciones y demás celebraciones sagradas, sin excluir las iniciáticas. Y como señales inequívocas del significado hermético del Corazón de Jesús, suele ser figurado como un sol con rayos llameantes (curvilíneos) y rayos lumínicos (rectilíneos). Ese sol que irradia luz y calor es la fiel representación de la sabiduría (luz) y de la vida (calor).
La luz del Sagrado Corazón, siguiendo las enseñanzas de la simbología básica de la tradición es la sabiduría y de entre todas ellas,
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Hemos dicho, y no una vez, que “mente” tiene que ser entendida como símbolo y no como un sitio (el cerebro), donde tienen cabida ciertas experiencias racionales. Por ello, la mente como símbolo representa la cualidad más exclusiva del ser humano, porque lo distinguie como especie de las demás especies del género animal. Caben, pues, en la mente como símbolo, la psique, la lógica, la razón, el pensamiento, la conciencia, la intuición, la inteligencia, las vivencias y hasta si se quiere, el espíritu y el alma cuando tienen necesidad de evidenciarse de alguna manera. Hecha esta advertencia para evitar confusiones, examinaremos algunas referencias que de modo expreso se hacen en las Upanishad de la doctrina hindú, especialmente en su cosmogonía, por ser una de las más desarrolladas y arcaicas.
En la cosmogonía hindú solemos encontrar muchas referencias a la mente y no todas con el mismo sentido. Si leemos: “
Según hemos visto en otros estudios anteriores, el destino del ser individual tras el estado póstumo depende de la conducta que haya llevado en vida, y tal comportamiento a la hora de morir quedará reflejado en la ruta que le corresponderá: la de los Devas con rumbo norte, la ruta de los antepasados con rumbo sur, y la de los hombres cuyo destino es el infierno. Las dos primeras rutas permiten regresar a la tierra para terminar de resolver las acciones que quedaron inconclusas. En cuanto al camino de los hombres, también tiene una ruta de regreso a la tierra, pero con naturalezas de rango menor. De este texto upaishádico se colige que la mente ocupa un lugar destacado, pero no el privilegiado que se reserva para los que contemplan el Absoluto, sino el de los seres caritativos, sacrificados y religiosos, en quienes no actúa
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Había dos clases de descendientes de Pragapati, los Devas y los Asuras. Los Devas eran los más jóvenes y los Asuras, los mayores. En esa lucha la victoria se decantó de parte de los devas debido a la intervención de la diosa Durgā quien inmediatamente comenzó a liberar a todas las deidades que el Dios de los Asuras había secuestrado privándolas de libertad. “Cuando liberó a la mente, ésta se convirtió en la luna. La luna, después de traspasar los límites de la muerte, brilla en todo su esplendor. A quien conoce esto, esta deidad le conduce más allá de los confines de la muerte” (Brihadāranyaka Upanishad, I, 3, 16). De estos pasajes de las escrituras debemos sacar algunas conclusiones. En primer lugar, que la mente fue incapaz de sustraerse al secuestro malvado de los Asuras, y corrió la misma suerte que el oído, el habla, el ojo y demás deidades. Fue cuando
Otro comentario que sugieren los pasajes antes trascritos es que cuando la mente fue liberada por Durgā, se convirtió en la luna a la que, según referencias simbólicas hechas con anterioridad, se la considera rectora del conocimientro indirecto o reflejo, como que necesita la luz del sol para cobrar vida. La luz de la mente es la luz lunar, que precisa de una fuente lumínica externa para llegar a ser. Este conocimiento reflejo viene a representar el conocimiento dualista, impreciso y propio de la realidad relativa que conoce mediante el método discursivo, muy antiguo pero perfeccionado por el pensamiento de
Por si lo dicho hasta aquí no fuera suficiente, recordaremos un texto que es explícito hasta donde se pueda pedir: “Como las aguas encuentran su centro en el mar, igual que el tacto se encuentra en la piel, todos los gustos en la lengua, todos los olores en la nariz, todos los colores en el ojo, todos los sonidos en el oído, todos los preceptos en la mente, todo el conocimiento en el corazón, todas las acciones en las manos, todos los movimientos en los pies, así todos los Vedas se encuentran en el habla” (Brihadāranyaka Upanishad, II, 4, 9). Todos los preceptos se encuentran en la mente y todo el conocimiento en el corazón, es ahora lo que nos interesa entender.
La mente discurre con la razón y almacena en la memoria que consiste en un reflejo del pasado, pero siempre como conocimiento de algo; el corazón conoce con la inteligencia y se escapa a los estados superiores del ser con una captación directa del objeto. En el mismo Upanishad en el Tercer Adhyāya, Noveno Brahamana, se lee repetidamente, como un himno: “Solamente quien conoce a esa persona cuya morada es la semilla, cuya visión es el corazón, cuya mente es la luz, el principio de todo ser, en verdad es su maestro”, porque el corazón no conoce con criterio dualista como la mente, sino que conoce como una visión, directamente en un acto en el que actúa la vivencia interior.
Se dice en este texto que la mente es la luz porque, en efecto, la luz es simbólicamente el conocimiento, pero la visión es el corazón. Esta visión no debe ser entendida como la visión del órgano sensible, pues tal interpretación carecería de sentido. Se trata de la visión directa de
Cuando Sakalya preguntaba acerca de las deidades en Brihadāranyaka Upanishad, III, 9, 25: “¿Cuál es la deidad de Occidente? Yagñavalkya respondió: Varuna. “¿Dónde mora Varuna? En el agua. ¿Y dónde mora el agua? En la semilla. Sakalya entonces preguntó: ¿Y dónde mora la semilla? Yagñavalkya contestó: En el corazón. Por consiguiente dicen que un hijo es como su padre, que parece haber salido de su propio corazón, o hecho de su propio corazón, pues la semilla mora en el corazón”. Además de la posibilidad del conocimiento directo por vivencia o intuición intelectual, al corazón se lo considera el centro del ser por su importancia y funciones, a tal punto que la escritura le otorga la condición de residencia de la semilla del ser, donde se produce la palingénesis y da lugar a la vigencia del aforismo chino: “Revivirás en tus miles de descendientes”.
La captación intuitiva de
El corazón es el centro del cuerpo y la sede de la inteligencia. En la mente, entendida como residente en el cerebro, se generan los conocimientos racionales que son almacenados por la memoria, y donde la lógica permite conocer con método discursivo la realidad mundanal, donde habita el ser humano y desde donde puede, según el hinduismo, elevarse a los estados superiores hasta percibir en una unidad su propio ser y el Ser Supremo. Esa comunión o fusión, o unión del ser con el Ser es una concepción metafísica que recorre las aguas fluyentes de las civilizaciones y creencias religiosas, sin excepción, aunque a veces se la disimule. El cristianismo no habría de ser una excepción y por ello no dejan de sorprender las palabras de Pablo en su Epístola a los Corintios (I), cuando afirma con claridad: “Quienquiera que esté unido al Señor, es con Él un mismo Espíritu” (VI, 17). Los primeros atisbos de una metafísica cristiana han sido demolidos sin piedad por el Concilio de Trento, impidiendo que esta doctrina sagrada construya su edificio de sabiduría perenne y se constituya por derecho propio en el dogma sagrado de Occidente. Sin profundización ni creatividad, los dogmas de otras religiones afilan sus dientes.
Con estas breves referencias a doctrinas que merecen todo el respeto generado por sus argumentos y la fuerza de su tradición varias veces milenaria, creemos haber dejado claro que es el corazón donde radica la inteligencia, y la mente donde radican los sentimientos y la facultad de llevar a cabo el proceso discursivo del conocimiento. Hemos pasado por alto citar estudios de sufismo en los que en el mismo sentido que apuntamos, el Islam le otorga al corazón el privilegio de ser el centro noble del ser humano, tal como lo afirman otras doctrinas sagradas de Oriente. Y no se diga que en Occidente la verdad es “otra”, porque para ser verdad tiene necesariamente que ser única y valedera para todos o no será verdad.
Narciso Lué
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